Escaños del Parlamento , en una imagen de archivo.
03/05/2024
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El pasado sábado 27 de abril, el presidente Artur Mas publicaba en las páginas de este diario un sugestivo artículo titulado “12-M: pasar página o cambiar de libro”. Desde el patriotismo que nos une, pero también desde la independencia de criterio, me siento en la necesidad de escribir algunas consideraciones, no sé si puntuales o quizás más de fondo.

Como es sabido, en diciembre de 2012, siendo yo alcalde de Figueres, después de un primer mandato marcado por la recesión, los recortes y una fuerte contestación social, el presidente me pidió que formara parte de su segundo ejecutivo. Íbamos a hacer de Catalunya un estado, Massachusetts, y de Barcelona, ​​la versión mediterránea de Boston, una forma como cualquier otra de proyectar un país fundamentado en el talento, la tecnología y la tolerancia. Por razones que son conocidas, cuando aún no habíamos llegado ni a Azores, el Gobierno giramos cola y fijamos rumbo a Ítaca. Los resultados de ese cambio de ruta, en pleno temporal económico y social, son suficientemente conocidos. De hecho, algunos todavía sufrimos sus consecuencias.

En este contexto, pensando en las próximas elecciones, Artur Mas defiende que a la hora de ir a votar, en primer lugar, habría que distinguir entre el modelo de país que cada uno prefiera y, en segundo lugar, debería tenerse presente qué horizonte nacional deseamos o, dicho con sus propias palabras, "si queremos o aceptamos más o menos dependencia del estado español." Termina su escrito con dos vaticinios: primero, que “si no reconstruimos la cultura de coalición, la inercia nos llevará a la parálisis y ésta a la decadencia suave”; y segundo, “que pasar página no acabe siendo un cambio de libro.” Resumida su posición, ahí van mis críticas.

Modelo de país. En el año en que la humanidad concurriremos al mayor número de convocatorias electorales de la historia, el president Mas hace bien en recordar que la expresión del voto debería tener siempre una componente ideológica, conservadora o progresista, liberal o estatista, pragmática o idealista. Pero me temo que si algo hemos hecho mal en los últimos años en Cataluña justamente ha sido menospreciar el modelo de sociedad que perseguíamos, enfermos como hemos sido de una fiebre nacionalista, que desdibujaba las propias convicciones hasta la comicidad. Si no, cómo se explican los pasos al lado o que tantas y tantas personas de orden hayan comulgado hasta hace dos días con tesis manifiestamente antisistema?

Hispanismo o secesionismo. Artur Mas exagera cuando hace notar que el 12 de mayo los catalanes deben elegir entre la aspiración independentista y la de la España grande (destierro deliberadamente quienes suspiran por una España jacobina). Exagera porqué el dilema es más viejo que la pana. De hecho, en la historia del catalanismo moderno, aun haciendo abstracción de la etapa del Proceso, tiene un punto de canción del enfadoso. Lo advirtió el presidente Pujol en su discurso sobre el estado de las autonomías del 11 de marzo de 1997 y ya lo habían hecho notar Pere Bosch i Gimpera o Carles Cardó, en tiempos de la República. Nada nuevo bajo el sol. Bien, quizás sí. 50 años de autogobierno nos han afianzado como una sociedad avanzada, competitiva y compasiva, pero también nos han dotado de una administración oxidada e ineficiente, con más de 280.000 funcionarios, 450 altos cargos, en la cola de España en educación, calidad sanitaria o protección del campesinado.

Por último, ¿cambio de libro? Desde que Prat de la Riba publicó La nacionalidad catalana, en 1906, ha pasado más de un siglo. Aquel catecismo, que sólo conocemos a los ancianos del lugar, teorizó que Catalunya es la nación y España el estado. Una verdad a medias. Porque Cataluña es nación, pero España también. Y la mayoría de los catalanes así lo sentimos. Por eso, y porque desde el inicio de este siglo la nuestra se ha convertido en una sociedad plural y compleja, una verdadera torre de Babel de intereses, lenguas, costumbres y valores, lo que urge es tejer nuevos consensos que hagan posible el progreso y la concordia. ¡Y dejar de envolver!

Termino. A propósito de su centenario, hace pocos días Telefónica inauguró una nueva escultura, de Jaume Plensa, en el lago de su Distrito. En su parlamento de presentación, el escultor justificó su obra en aras de un nuevo mundo positivo, capaz de mezclar todo tipo de alfabetos preservando la caligrafía de cada uno. No me parece que el propósito de Plensa, ni la intención de quienes creemos más en sumar que en separar, supongan querer cambiar de libro. Solo se trata de reclamar buena letra.

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