Pedro Sánchez en el Congreso este miércoles.
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Quienes critican a Pedro Sánchez por hacer comedia envidian, no demasiado secretamente, su habilidad para hacer comedia. Se ha dicho ya sobradamente, pero este episodio de los cinco días, en el que ha dominado absolutamente toda la escena y todo el debate político sin hacer nada más que mantenerse ausente, sería un guion magistral en cualquier ficción sobre política. Pedro Sánchez es un discípulo aventajado de Netflix. O tal vez, siendo el presidente de España, de Flix Olé. En la era de los egos hipertrofiados, ha logrado situar su ego como único tema y argumento de la vida colectiva y lo ha aprovechado para denunciar que vivimos rodeados de un exceso de ruido y furia. Naturalmente, los egos que se sienten desbordados por la jugada del presidente español nunca se lo perdonarán, que significa hasta el siguiente episodio sensacional. Los comportamientos vistos en los días anteriores, y también en los momentos posteriores al anuncio de la decisión de Sánchez, han evidenciado mejor que nunca el profundo infantilismo, en el peor sentido de la palabra, que invade tanto la política como la ciudadanía: rabietas, gesticulaciones, las inevitables comparaciones con el fútbol, y el repertorio de chiquilladas con el que tenemos que convivir día sí y día también. Cesarismo, mesianismo, providencialismo: ¿no juegan todos a eso? En la política española y en la catalana. La diferencia, si acaso, es que Sánchez juega mejor.

Mientras, lo que denuncia Sánchez no deja de ser cierto: existe una degradación de la vida pública y se confunde la libertad de expresión con la libre difamación del adversario. Hay una justicia de parte y una prensa intoxicadora, que trabajan juntas en un siniestro engranaje de trituración de personas. Esta trampa antidemocrática es la que ha llevado a cabo la persecución ideológica contra el independentismo catalán, y también contra el espacio de la izquierda española que se sitúa, como suele decirse, a la izquierda del PSOE. Cabe opinar que ahora es tarde para que Sánchez se lamente mientras él y el PSOE asistían impasibles, o ayudaban, a los ataques que han recibido otros antes. Pero que finalmente el presidente del gobierno español haya acusado los efectos de esa intoxicación constante (que en España comienza en el 2004, con la campaña para atribuir el 11-M a ETA) es relevante y tiene peso.

Contra este estado de cosas, Sánchez pide movilización, regeneración y hacer un punto y aparte. Tendrá que empezar por adiestrar a su ministro de Transportes, Óscar Puente, que celebraba la decisión presidencial de seguir con un tuit con la imagen de un luchador musculoso, dispuesto a repartir leña. La difamación es una de las armas preferidas de la derecha ultranacionalista española: ya durante la Guerra Civil y la dictadura, no les bastaba con asesinar a sus enemigos, sino que también difamaban a sus familias hasta la obscenidad. Tiene razón Sánchez cuando dice que revolcarse demasiado tiempo en el barro lleva a la descomposición, y eso es cierto en Madrid, en Barcelona, en Palma y en toda Europa. A quienes se quejan de que ha españolizado la campaña catalana: ya estaba españolizada de antes.

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