Podría tratarse del título de la largamente esperada y todavía no escrita jamás gran novela sobre Barcelona, pero se trata de una descripción de la realidad. Por orden del señor alcalde, se hace saber que en el distrito de Ciutat Vella de Barcelona ya no se podrán abrir más comercios de cannabis, manicura y carcasas de móvil, hasta ahora cobijados en la ordenanza municipal bajo los nobles epígrafes de herboristería, tratamientos de belleza y accesorios de telefonía.
En el Eixample, nuestros ediles podrían hacer un pensamiento similar, pero allí el trío a considerar podría ser brunch, lavanderías 365 y súper 24/7, negocios que, sin prohibir explícitamente la entrada (de momento) a la (minvant) vecindad local, están enfocados hacia los pasavolantes de los pisos turísticos, que tanto necesitan lavarse los calzoncillos como comprarse un helado a las tres de la madrugada. A los del brunch los reconocerá por las colas que se hacen los fines de semana, y los súpers no tienen confusión posible: le deslumbrarán, literalmente, con una luminaria alucinante y un cartel fosforescente hecho con letras de palo que podrían inspirar el segundo volumen del obra «La Barcelona fea» del eximio Lluís Permanyer, en el supuesto de que el buen gusto del autor pudiera soportar dichos carteles.
Ahora bien, siendo verdad que las nuevas clientelas y los precios disparados de los alquileres de las tiendas han ido acabando con el comercio tradicional, no perdemos de vista otros factores como el éxito de la compra online (la gente ya no miramos escaparates, escaparate está en el móvil) el reparto a domicilio, y la falta de relevo generacional local. La tienda es sacrificada en horas y en fines de semana, y debe agradar mucho. Por eso, en estos nuevos comercios, le atenderá, con mayor o menor traza, personal venido de lejos que, en algunos casos, hace el trabajo que nosotros no haríamos.