Hoy hablamos de
Dani Alves con su abogada en una imagen de archivo.
04/04/2025
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De repente que empecé a leer titulares, noticias y tuits, ya recibir mensajes de amigas y conocidas sobre la absolución del caso de Dani Alves, mi cabeza y mi cuerpo se trasladaron a las palabras de Rebecca Solnit. Concretamente, recordé el inicio del segundo capítulo –“La guerra más larga”– de su famoso Los hombres me cuentan coses (2016), donde relata que en Estados Unidos se denuncia una violación cada 6,2 minutos, pese a que todos los indicios –estudios académicos, informes de servicios sociales y experiencia popular femenina– apunten que el total estimado es cinco veces mayor, y que, por tanto, la realidad sobre las violaciones en su país se aproxima más a la posibilidad de que una mujer sea violada; que una de cada cinco mujeres estadounidenses será violada a lo largo de su vida, o que el recuento total es que, en EE.UU., se producen más de ochenta y siete mil violaciones cada año. De Solnit es interesante la insistencia por hacer evidente la lógica sistémica que hay detrás de la violencia sexual y de cómo, desde todas las esferas (social, judicial, cultural), tendemos a concebir ya tratar de forma aislada cada una de las denuncias por violación. Atender al carácter estructural de todas las formas que tiene la violencia de género, dice Solnit, implica siempre hablar de los cambios profundos que necesita cualquier sociedad, es decir que es necesario hablar, porque no lo hacemos demasiado, de masculinidad, de roles masculinos o directamente de patriarcado.

¿Hemos hablado mucho de los marcos socioculturales, ideológicamente marcados, que se esconden o que faltan los argumentos tecnicistas que han permitido absolver a Dani Alves? ¿Y de las consecuencias que esto va a tener dentro de la esfera pública para el tratamiento de futuros casos? ¿O del posible efecto disuasorio de cara a futuras denuncias? Incluso asumiendo la máxima garantista del estado de derecho –es preferible tener un posible culpable de violación en la calle que un inocente en prisión–, es difícil no leer la aplicabilidad de la presunción de inocencia más como un imperativo jurídico-opatriarcal que como un principio democrático neutral. Ni la aplicación exactísima e inmediata del protocolo estipulado por la ley del consentimiento, ni el conjunto de hechos directa e indirectamente probatorios –testigos, relato coherente de la víctima, cambios de versión del acusado, informes médicos y forenses compatibles con la agresión, rechazo a la duda de la posibilidad– ficiencia técnica de las pruebas acusatorias. ¿Son, pues, las dudas del tribunal ajenas a los sesgos ideológicos? Si estamos ante el límite técnico de la ley, ¿no ha habido una interpretación posicionada que ha hecho decantar, de forma ejemplar, las garantías a favor del posible agresor (de inocencia no probada) en detrimento de las garantías de restauración judicial de una víctima casi perfecta? La moraleja de todo ello es que mientras el sistema sabe que no puede ser justo, sigue decidiendo qué injusticia es peor. Pero, ¿peor para quién y hasta cuándo? Es la pregunta que es necesario hacerse ahora.

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