El catalán en la Catalunya de los ocho millones

Este martes se ha firmado el Pacte Nacional per la Llengua, un acuerdo que pretende impulsar el uso social del catalán y revertir una tendencia preocupante: el continuado retroceso que sufre nuestra lengua desde el inicio del siglo XXI. Este pacto llega después de años en los que la lengua había dejado de ser una prioridad política a pesar de las evidencias de retroceso. Fue con el gobierno del president Pere Aragonès cuando se pusieron las bases de ese pacto que ahora se ha rubricado, con la voluntad de situar el catalán de nuevo en el centro del debate público y de las políticas de país.

Los datos hablan por sí solos. En tan solo dos décadas, el uso habitual del catalán ha pasado del 46% al 32% de la población. Y si ponemos el foco en las generaciones más jóvenes, ese porcentaje es aún menor. Este bajón se explica, sobre todo, por dos fenómenos sociales de gran alcance que han impactado de lleno en nuestra sociedad.

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El primer gran cambio es demográfico. Catalunya ha pasado de ser un país de siete millones de habitantes a tener ocho en tan solo veinte años. Y, según las previsiones, en la próxima década alcanzaremos los ocho y medio. Este crecimiento se debe principalmente a la llegada de recién llegados que, en términos generales, tienen un escaso o inexistente conocimiento de la lengua catalana. Aunque en términos absolutos existen hoy más personas que pueden hablar catalán que hace veinte años, en términos relativos la lengua ha perdido peso. La incorporación de nuevos catalanes a nuestra sociedad no ha ido acompañada, en muchos casos, de una efectiva integración en la lengua propia del país. Y esto no es solo responsabilidad de las personas recién llegadas, sino de una sociedad que, con demasiada frecuencia, no ha sabido generar suficientes incentivos ni contextos reales para hacer del catalán una lengua de acogida.

El segundo gran cambio es tecnológico. La revolución digital ha alterado de forma radical los hábitos de consumo audiovisual y comunicativo de la ciudadanía. Las nuevas generaciones viven inmersas en un entorno dominado por los videojuegos, plataformas globales y redes sociales, donde el catalán es casi invisible. En este ecosistema, el castellano y el inglés tienen un predominio abrumador. El papel que durante años jugaron los medios de comunicación, como TV3, en la normalización del catalán entre niños y jóvenes ha quedado casi desvanecido. Hoy, muchos adolescentes no consumen ningún contenido en catalán más allá de lo que escuchan en el aula. Sin embargo, en este panorama está la feliz excepción de la radio en catalán, gracias a los históricos resultados de RAC1 y a la constancia de Catalunya Ràdio, que han sabido conectar con públicos de todo tipo sin que la lengua sea un obstáculo.

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Pero más allá de estos factores externos, hay una cuestión de fondo que condiciona el futuro del catalán: el prestigio social. La salud de una lengua depende, principalmente, de sus hablantes y del orgullo con el que la defienden. Y, por desgracia, hoy, muchos jóvenes no asocian el catalán a un símbolo de modernidad, de libertad o de oportunidad. Hablarlo en ciertos contextos genera incomodidad o incluso cierta vergüenza. El cambio automático al castellano para no parecer extraño se ha convertido en un reflejo cada vez más habitual. Y así es como el catalán queda restringido al ámbito académico o familiar y pierde presencia en el ocio, en las relaciones sociales y en la calle.

El Pacte Nacional per la Llengua, además de impulsar políticas públicas, debería servir para construir un relato colectivo de compromiso con la lengua. Solo si los catalanohablantes utilizamos con normalidad el catalán en todos los ámbitos se podrá revertir la situación crítica que nos dibujan los datos. Una lengua no se protege solo con leyes y decretos, sobre todo se refuerza con el uso diario y la convicción íntima de que forma parte esencial de la identidad compartida.

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Y es evidente que esta labor se hace mejor desde el consenso. Que Junts y la CUP se desmarquen del Pacte debilita el mensaje y la capacidad de acción y rompe una dinámica histórica en la que las decisiones políticas sobre la lengua eran compartidas por amplias mayorías. Que Òmnium, la Plataforma per la Llengua, los sindicatos y la mayoría de partidos lo apoyen es positivo, pero la división resta fuerza y claridad al objetivo común.

En pocos días, el Consejo de la Unión Europea votará sobre la oficialidad del catalán en Europa. Si se aprueba, será un hecho histórico y un impulso importantísimo que tenemos que saber aprovechar para reforzar el prestigio de nuestra lengua. La Catalunya de los ocho millones necesita una lengua que nos una, que nos represente y que nos proyecte hacia el futuro. Y esto solo será posible si nos conjuramos, sin complejos ni excusas, para hablarla.