¿Es Catalunya, todavía, un proyecto colectivo?

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Los concentrados, en la plaza de Catalunya antes del inicio de la manifestación

Leo: “Es un hecho que el proyecto colectivo Catalunya ya no tiene éxito. También ocurre en otros países. Todo apunta a que la voluntad de actuar conjuntamente o de ir a la par ya no existe. (...) Un artículo en la prensa titulado Joves de Catalunya, el vostre futur és a l’estranger: toqueu el dos! ha tenido un gran eco y ha valido a sus autores invitaciones a todas las tertulias de radio y televisión”.

Que nadie se asuste. He transcrito unas frases iniciales del excelente ensayo de Mathieu Detchessahar El mercado carece de moral. Propuestas para salvar la política, que Albada Editorial ha publicado recientemente. Pequeños retoques aparte, me he permitido cambiar Francia por Catalunya, porque al leerlo no he podido parar de pensar no en el país de referencia del autor, sino en el mío. Y es que el libro plantea lo que probablemente es el principal problema de esta sociedad del primer cuarto del siglo veintiuno: el de la crisis del vínculo social, sus causas y sus consecuencias.

Detchessahar habla de proyecto colectivo probablemente porque en el contexto intelectual francés sería mal entendido llamarlo proyecto nacional, que es como lo diría yo. Pero, llámese como quiera, la cuestión que trata es la del debilitamiento del sentimiento de pertenencia, o, como también dice el autor del ensayo, de la crisis del vivir juntos y del bien común. El análisis es brillante cuando denuncia un modelo económico que, precisamente para funcionar bien, necesita disolver el vínculo y la pertenencia para así poder reducir al individuo a un “sin tierra”, sometido a una sola dimensión como factor de producción y unidad de consumo. Un individuo desarraigado, fácil de mover de un lado para otro —en términos territoriales, pero también culturales— en función de las necesidades del mercado laboral y de consumo.

Efectivamente, todos los grandes desafíos actuales tienen el mismo origen. El trasiego de las migraciones, las desigualdades crecientes, la quiebra de la educación, la desconfianza en la política... todo remite al debilitamiento del vínculo social. El gesto de acogida, el combate solidario, el esfuerzo por poner el conocimiento al servicio de la colectividad, amar una lengua como propia o confiar en las instituciones depende del sentimiento de pertenencia a la comunidad. En cambio, se impone una “sociabilidad de mercado”, en la que las grandes empresas y las grandes instituciones dictan una moral según la cual prevalece la obsesión por el bienestar material, la exigencia de derechos individuales y una ilusoria y vana concepción de la libertad y de la independencia personal. Una moral que disuelve la que se fundamenta en el deber y la dependencia interpersonal, fundamentos del vínculo social.

Afortunadamente, estas dinámicas disgregadoras tienen sus contrapuntos. Una de las particularidades de nuestro país es la amplitud, solidez y potencia del asociacionismo cultural y cívico, máxima expresión de resistencia a la disolución nacional. Y también nos caracteriza la magnitud de las iniciativas de economía social -escolares, sanitarias, mutuas y cooperativas, el voluntariado dedicado al tercer sector...- que, más allá de su eficacia, no siempre son suficientemente valoradas como factores de cohesión social. Menos mal que tenemos la sociedad civil organizada, donde todavía encontramos la ética que sostiene el proyecto colectivo del que habla Detchessahar y que resiste a la bien pronosticada jaula de hierro weberiana donde se nos empuja a quedar atrapados.

Ciertamente, es razonable que se intente hacer frente a los problemas concretos con soluciones concretas. Sin embargo, como decía antes, la mayoría de los grandes contratiempos sociales que se manifiestan de manera particular tienen sus raíces en unos desafíos para los que, si no se diagnostican correctamente y no se remedia, las soluciones concretas nunca acaban de dar el resultado esperado. Por ejemplo, no puede ser que la política institucional se dedique a fragmentar la nación en lugar de incentivar el compromiso colectivo, como denunciaba de manera clara el Col·lectiu Creixells el pasado domingo en este diario. Asimismo, las responsabilidades educativas de las familias y la escuela no estarán bien atendidas si no se saben estrechamente comprometidas con el futuro de la nación. Y mal podremos responder a los desafíos que plantean los movimientos migratorios masivos si no es con una enorme capacidad para crear un sólido sentimiento de pertenencia que permita arraigar al país que deben hacerse suyo.

Solo con una fuerte identidad de proyecto, solo con la autoestima que nace de un sólido sentimiento de pertenencia, podemos hacer que la Catalunya de los ocho millones vuelva a ser el proyecto colectivo -la nación- que era la Catalunya del Somos seis millones.

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