Chapuzas en el Código Penal
Seguir las propuestas de reforma del código penal recuerda estos días a escuchar el Carrusel Deportivo en los domingos de nuestra infancia; hay que estar atento al minuto y resultado. A veces ni aun así se entera uno. De golpe, el Gobierno quiere eliminar el delito de sedición, rebajar parcialmente las penas en el de malversación y arreglar el desaguisado de la ley del solo sí es sí. Y cada día lo hace de un modo diferente.
Las normas penales son complejas. Las conductas castigadas deben describirse de modo claro y teniendo en cuenta otros delitos similares. Más allá, la interpretación final de qué acciones son delictivas y qué pena les corresponde está en manos de los jueces que además en cada caso concreto deberán valorar las pruebas existentes. Intervenir en este proceso requiere competencia técnica y visión de conjunto.
Ello no obsta para que las mayorías parlamentarias plasmen su programa político también a través de reformas penales. Pero exige hacerlo de un modo sosegado y explicarlo adecuadamente a la sociedad.
La reforma de la malversación es jurídicamente muy razonable: no tiene la misma gravedad apropiarse de fondos públicos para sí mismo o para terceros que administrarlos de manera defectuosa. Las dos conductas deben castigarse, pero de modo diferente. Históricamente, nuestro código penal siempre recogió esta diferenciación. Así que lo que intenta la reforma actual es volver al régimen tradicional de nuestro derecho. Sin embargo, la forma en la que se ha hecho está creando un tremendo problema político y social que la pone en entredicho.
Se ha negociado como una exigencia de ERC para facilitar que sus líderes no estén inhabilitados para las próximas elecciones o, en otros casos, no sean siquiera castigados.
Si el gobierno parte de que la sentencia del Procés fue política e injusta, debió haber sido valiente e incluir en los indultos también la condena por malversación. No lo hizo y ahora pretende remediarlo con una ley ad hoc. Al hacerlo así se coloca públicamente en manos de los independentistas. Al mismo tiempo la reforma daña la eficacia de la lucha contra la corrupción, puesto que implicaría necesariamente la rebaja de penas a algunos políticos condenados por ese motivo, lanzando un mensaje muy peligroso a la opinión pública. Más allá, ni siquiera está garantizado que sirva para conseguir el objetivo buscado: el nuevo delito —tras multitud de modificaciones improvisadas— solo se castiga si hay un perjuicio grave para el servicio público, y la gravedad es un concepto jurídico indeterminado que tendrá que apreciar cada juez. Con los antecedentes de los pronunciamientos judiciales sobre el Procés, no es disparatado imaginar que muchos jueces españoles puedan tener la tentación de aplicar el nuevo tipo penal con generosidad y amplitud. Todos estos inconvenientes parecen ser fruto de las prisas y de una reforma poco meditada en cuanto a su contenido y su forma.
Algo parecido sucede con la desaparición del delito de sedición. Se trata de una exigencia jurídica que nos sitúa en la misma línea de la mayoría de países europeos y acaba con penas muy desproporcionadas. Pero al hacerse de prisa y con el único objetivo declarado de contentar al independentismo, no se han tenido en cuenta sus consecuencias. Se despenalizan las conductas de los líderes secesionistas pero a cambio se permite castigar con penas de cárcel —como desórdenes públicos agravados— a multitud de protestas sociales que hasta ahora no eran delictivas. La enésima enmienda a la enmienda trata de evitar este efecto, pero en la confusión existente no está claro que lo consiga. Todo esto, además, sucede después del chasco de la ley del solo sí es sí: una reforma muy necesaria para aumentar la protección de la libertad sexual de las mujeres pero que, lógicamente, ha provocado la rebaja de algunas condenas anteriores y que se ha intentado remediar con la chapuza de cambiar la exposición de motivos de la ley, que no tiene eficacia jurídica.
En los tres casos citados las reformas eran necesarias y tienen lógica jurídica. Sin embargo, se hacen con improvisación, sin suficiente reflexión técnica y en un momento pésimo. Además, el gobierno no ha sido capaz de explicarlas. Para que la ciudadanía entienda el sentido de estos cambios hacía falta una tarea pedagógica que no ha existido. A la opinión pública se le ha transmitido una sensación de favoritismo político y falta de pericia técnica que, sin duda, tendrá un coste para el Gobierno pero, peor aún, limitará la eficacia real de unas medidas jurídica y socialmente necesarias. La voluntad política no basta si se concreta en chapuzas de esta categoría.