

Trump ha instalado en la cima del poder, y de las relaciones internacionales, lo que podemos bautizar como cuñadismo antidemocrático, una protuberancia antipolítica –tildarla de ideología sería exagerado: todo esto del capitalismo libertario es una auténtica estupidez– consistente en identificar todos los males de la sociedad occidental en la supuesta ineficacia del Estado de derecho, con sus quisquillosos equilibrios de poder, caricaturizados con unos altos funcionarios holgazanes y corruptos que se dedican a vivir del erario público. La solución, propia de lo que diría el clásico cuñado supuestamente informado en la sobremesa, es purgar toda esta casta elitista y gobernar sin remilgos compasivos, con autoridad. Es decir, autoritariamente. Con un líder que hable claro y actúe con contundencia. Que mande pensando en el pueblo, un nosotros perfectamente ultranacionalista y excluyente frente a los otros, los aprovechados, los enemigos (de fuera y de dentro).
No es la primera vez en la historia que la democracia liberal debe afrontar un ataque populista de ese calibre. Ya hemos estado en manos de cuñados creídos y fanfarrones. Hace un siglo sufrimos el doble ataque totalitario devastador del fascismo y el comunismo, o sea, de Hitler y Stalin, dos asesinos petulantes. En España, otro cuñadísimo sanguinario arrasó a la débil República. Ahora el cuñadismo trumpista ha desenterrado el hacha: la motosierra. Toda revolución necesita una epifanía destructora. Así estamos, pues, en plena bárbara deconstrucción democrática.
El neoliberalismo de finales de los 80 preparó el terreno hasta llegar al actual y esperpéntico antiliberalismo proteccionista autoritario, con guerra de aranceles y una pretendida paz de los fuertes. Algunos lo vieron a venir. Mirad qué decía ya en el 2002 el historiador Josep Fontana, precisamente recordando los años republicanos: "Quizás sea ahora que a nosotros, en momentos en que estos valores [democráticos] vuelven a estar negados, nos corresponde reivindicar ese intento de transformación de la sociedad y recuperar esas esperanzas quizás frustradas, pero no caducadas". No podemos renunciar a la esperanza, a los ideales.
¿Alguien se atreve hoy a reivindicar la experiencia republicana? El gobierno de Pedro Sánchez, emulando lo que hizo Felipe González ante el peligro golpista, solo se atreve a confrontar el neo franquismo de PP-Vox con la reivindicación de los 50 años de democracia. Se repite el error amnésico de la Transición de escamoteo de la memoria republicana por miedo a los discursos maniqueos de la derecha conservadora (cuñadismo historiográfico), obsesionada con pintar una falsa doble radicalidad, igualando a los dos bandos enfrentados a la Guerra Civil. Pues no. Hubo un golpe de estado fascista contra una democracia parlamentaria. Luego, sí, sobre todo en Cataluña, al principio de la guerra se produjo un clima revolucionario descontrolado a manos del anarquismo y, a continuación, una fuerte influencia criminal estalinista a través del PSUC, pero nada que ver con el Holocausto franquista de los sublevados, tal y como lo ha descrito Paul Preston.
En el libro recién salido del horno La República (UPF), de Fontana, que reúne póstumamente sus lecciones sobre ese periodo olvidado y menospreciado, el autor remarca que la República, contra lo que decía la propaganda de una derecha internacional a remolque del fascismo, nació y puso en marcha un "moderado programa reformista". (Por cierto, a pesar de la separación de las órdenes religiosas de la educación, la Iglesia, a través de gestores interpuestos, al final de la República controlaba más escuelas que al principio.)
En un momento de renuncias de los gobiernos democráticos ante el ascenso del fascismo, aquella joven y débil democracia peninsular se convirtió en un símbolo. Los cuñados Hitler y Stalin lo tuvieron claro, y la combatieron a fuego. Ahora, el símbolo y el campo de batalla en defensa de la democracia es Ucrania. No podemos dejarla tirada a merced del cuñadismo trumpista y putinesco. Sí, toca rearmarnos, tanto ideológica como literalmente. Toca hacer frente al triunfo del cuñadismo.