1. Parecido. Chantal Maillard describía, el pasado lunes en la Escola Europea de Humanitats, una cultura de la equivalencia, en la cual "todo lo que nos une nos distingue de los otros”. Una moral del parecido que nos protege del diferente. “Trata a tus semejantes como a ti mismo” es el principio, pero “¿Cuál es el círculo en el que me incluyo?”, “¿Hasta dónde soy capaz de ampliar mis marcos de pertenencia?” Y decía: pasar de esta moral del semejante a “una cultura del respeto, la comprensión, la atención y el cuidado es la gran utopía de la política”.
Una situación excepcional de crisis casi existencial como la que ha provocado la pandemia parece que tendría que ser una oportunidad para una cierta dignificación de la política. Un momento en el que se impusiera la necesidad de remar hacia los objetivos prioritarios y generar vías de consenso razonables. De momento, la gravedad de la situación no ha disminuido la lógica de confrontación intrínseca en la política en cuanto que lucha por el poder. No solo esto, sino que las fronteras –los criterios de definición entre los semejantes y los otros, ya sea de clase, de indentidad, de género, de ideología, de lengua, de raza, o de lo que se quiera– son cada vez más marcadas. En este escenario, la lucha descarnada –te quito y me pongo yo– está adquiriendo formas grotescas, como estamos viendo en Madrid y aquí con la formación del nuevo Govern.
2. Debilidad. Desde diferentes puntos de vista, hemos oído repetir un montón a veces que Catalunya necesita un presidente fuerte con un Govern consistente, capaz de afrontar la crisis sanitaria, económica y social que tenemos delante, de evitar que nos instalemos en un largo estancamiento que solo puede deteriorar el país. Y aun así hace ya cinco semanas que votamos, y la sensación es que todo queda por hacer y que si hay gobierno será sobre una montaña de desconfianza y de resentimientos entre los socios. Es cierto que un gobierno de coalición no se hace en tres días, pero la situación requiere grandeza, que es lo que se echa de menos, con los unos atrapados en el miedo de tomar la iniciativa sin contemplaciones y los otros incapaces de aceptar que ahora les toca un papel discreto después de tantos años de sentirse amos del país y obsesionados con no ceder cuotas de poder y exprimiendo la situación al máximo para debilitar al potencial presidente.
Dos hechos reflejan el absurdo del espectáculo. Pere Aragonès acepta de buen grado la petición de la CUP de comprometerse a un voto de confianza a media legislatura. Es decir, un presidente que tiene que liderar una situación excepcional asume que de aquí a dos años sus socios decidirán si continúa o no. Hay un Parlament que tiene entre sus funciones el control del ejecutivo y que puede vehicular una moción de censura si algún grupo parlamentario lo cree conveniente. ¿El presidente se tiene que anticipar reconociendo, antes de empezar, la precariedad y la desconfianza de la coalición con la cual aspira a gobernar? Realmente es insólito.
Como también es insólito que, más allá del reparto de carteras, el punto principal de discrepancia entre los dos potenciales socios, Esquerra y Junts, sea la pretensión de estos que el Consell per la República tenga poder para tutelar al Govern a la hora de definir la estrategia hacia la independencia. Es decir, que el gobierno de Catalunya se tenga que someter a una organización formada por miembros elegidos por procedimientos nada claros, por vías de cooptación y captación desde el mundo independentista, bajo el control de Carles Puigdemont, que encabezó la lista que ha quedado tercera. ¿Así se hace un Govern fuerte y eficiente? Poner a la primera autoridad del país, el presidente de la Generalitat, bajo tutela: una peculiar idea de las instituciones. La sociedad civil puede crear las asociaciones y las organizaciones que quiera, por ejemplo el Consell per la República, pero pretender que tenga autoridad sobre el Govern, aparte de huir de cualquier esquema institucional, es una manera de debilitarlo desde su nacimiento.
Con estas ocurrencias el independentismo no hace más que esconder la realidad, es decir, columpiarse en la impotencia.
Josep Ramoneda es filósofo