El apagón nos ha vuelto a poner cara a cara con la fragilidad de todo lo que tenemos y damos por supuesto. El nivel de vida alcanzado en Occidente (Oriente se está poniendo las pilas) es, en términos históricos, espectacular. Por supuesto, esto no quita la evidencia de las desigualdades y la vulnerabilidad de tanta gente, ni el hecho de que esta riqueza haya sido fruto de procesos brutales de colonización o explotación. Dicho esto, y que no se me entienda mal, un pobre de hoy en un país democrático occidental no es lo mismo que el de hace un siglo. Sólo hay que prestar atención a la esperanza de vida general oa los servicios públicos de sanidad, educación y bienestar social, aunque sigan siendo limitados.
En los años 20 del siglo XX en Cataluña había todavía muchos hogares sin luz ni agua corriente y se hacía caridad, pero no políticas públicas equitativas consistentes. El progreso tecnológico y económico y el fortalecimiento del sector público se han traducido en un bienestar excepcional. El reparto de esa mejora ha llegado a muchos sectores sociales. Habrá que ver si el sistema de vida que nos hemos ganado es sostenible en términos medioambientales. Pero, en conjunto, estamos a años luz (nunca mejor dicho) de hace un siglo.
Un simple apagón general de casi todo un día nos ha sacudido en nuestra comodidad. ¿Qué pasaría si tuviéramos que vivir sin electricidad una temporada larga? Es decir, sin neveras ni calefacción o agua caliente, sin aire acondicionado ni internet ni móviles ni... No estamos preparados para ello. Las generaciones anteriores tenían memoria personal o familiar de vida espartana en el campo o de penurias de guerra. Las actuales nos hemos acostumbrado a tener de todo, no nos planteamos ningún tipo de frugalidad o renuncias. Sucedió algo similar con la pandemia: se dijo que una vez superada, la gente viajaría menos, algo que no se ha dado. Cuando uno se acostumbra a lo bueno (y viajar por ocio es una), cuesta dejarlo.
No es realista pensar que vamos a rebajar el consumo de energía y de bienes y servicios. Puede avanzarse en actitudes más responsables, pero no en una merma relevante del nivel de vida. Difícilmente ocurrirá, si no es de forma forzada a causa de quiebras tecnológicas, guerras o catástrofes naturales. Como estamos viendo, ninguno de estos tres factores son descartables. Para evitarlos, es necesario actuar políticamente.
El salto en el bienestar se ha producido sobre todo en el siglo XX, cuando los avances tecnoindustriales en el marco capitalista han ido acompañados de una auténtica democratización y, a partir de la Guerra Fría, de un fortalecimiento del estado del bienestar europeo de corte socialdemócrata para evitar el peligro comunista. Las clases populares y medias salieron beneficiadas, en especial con el acceso a la educación y la sanidad, ya una vivienda digna, además de vacaciones pagadas, coche, etc. En las últimas décadas, la ola neoliberal ha vuelto a debilitar los mecanismos de redistribución de la riqueza, hasta el actual estallido ultrapopulista encabezado por Donald Trump en EE.UU., el país más rico del mundo, pero con crecientes desigualdades internas.
El capitalismo, por sí solo, genera tanta riqueza como desigualdad. El siglo XIX es su paradigma. Con impuestos, control del mercado y políticas públicas en un marco de libertades, es otra cosa. Ahora Trump y sus imitadores quieren menos impuestos, menor regulación y menos sector público. Quieren volver al XIX. Economistas como Thomas Piketty o Daniel Waldenström, preocupados por el equilibrio entre riqueza e igualdad, defienden un keynesianismo de nuevo cuño. ¿El tema es qué impuestos ponemos para financiarlo? Piketty opta por uno global progresivo sobre el patrimonio y por subir la presión sobre las rentas más altas y las herencias. Waldenström se muestra escéptico con los impuestos a la riqueza por el peligro de evasión y fuga de capitales, y propone grabar el capital, pero a través de las rentas del capital y no de la riqueza y herencias.
Sea cual sea la vía, es necesario un relato a favor de impuestos, regulación y servicios públicos en un marco de libertades individuales y colectivas. Ni el autoritarismo anticlimático y prosuperricos de Trump ni el crecimiento dictatorial chino son alternativas. Ambas son apagadas democráticas.