Hace unas semanas, en la sede del Foment del Treball Nacional, se presentó el libro que el Círculo de Economía ha dedicado a uno de sus fundadores y socio número 1, el empresario Joan Mas Cantí, personaje decisivo en la articulación política de un sector importante de la burguesía del país. Con una envidiable vitalidad a los 94 años, Mas Cantí asistió complacido a una especie de funeral en vida, donde recibió los elogios que sin duda se ha ganado con creces y que de poco le servirán el día de su despedida. Hombre de centro, proveniente de una familia de industriales de derechas, listo y pragmático, Mas Cantí trató de hacerse suyas todas las etiquetas, menos la de “separatista”: se declaró catalanista, nacionalista, soberanista y unionista ( “de la Unión Europea”, precisó), así como liberal, conservador y progresista (“la empresa es el progreso”, subrayó). Ingredientes todos ellos servidos con moderación: como explicó al final del acto el abogado Carlos Cuatrecasas, un día que le esperaban en una reunión más o menos clandestina y Mas Cantí no llegaba, Fabián Estapé ironizó: “El deben haber detenido por moderado”.
Con todo, entre la mayoría de asistentes convocados al acto del Foment por Mas Cantí, con Jordi Pujol sentado en primera fila, parecía planear un sentimiento de orfandad política: al fin y al cabo, único intento de hacer política institucional de Mas Cantí y la gente del Círculo de Economía fue en la época de la Transición, cuando en 1976 fundaron el Centre Català, con un grupo de empresarios giscardianos (Joaquim Molins, Carlos Ferrer Salat, Carlos Güell de Sentmenat, Jordi Planasdemunt, Lluís Figa y Faura y Vicenç Oller), y con un programa que se definía como catalanista, federalista, liberal, europeísta y defensor de la economía de mercado. En las primeras elecciones, en 1977, el Centro Catalán, emulando el esquema de la derecha alemana, en el que la CDU no se presenta en Baviera en beneficio del CSU, pidió a Suárez que la UCD no se presentara en Cataluña, pero el presidente centrista —tal y como explicó al final del acto del Fomento el ex embajador de España, Eugeni Bregolat, que entonces formaba parte de su equipo en la Moncloa y recordaba haberle oído decir en varias ocasiones— negó, alegando que si accedía, también se lo pedirían desde Andalucía y otras comunidades autónomas, y “al final acabaré presentándome sólo por Cebreros”, su pueblo natal.
La frase de Suárez expresa con sencillez y rotundidad el núcleo del pensamiento político español, compartido (¿hasta ahora?) a derecha e izquierda: tanto como la unidad de España, lo que se ha convertido en sagrado es la idea de que no puede haber diferencias al seno de España. Se ha impuesto el dogma que no se puede responder a realidades distintas con tratamientos distintos, y elarmonización del proceso autonómico ya hace mucho tiempo que dejó en nada la distinción (¡constitucional!) entre “nacionalidades” y “regiones”, una distinción que no tiene ninguna traducción en la práctica (más allá del régimen foral en el País Vasco y Navarra ). Los partidos catalanes se acomodaron de forma diversa a este estado de cosas: en el caso del Centre Català, una vez fracasada la UCD, sus promotores se sintieron más o menos cómodos con la Convergència i Unió autonomista y pactista (pero nada) con su posterior deriva puigdemontista).
Casi cincuenta años después de todo ello, se acaba de empezar una nueva legislatura donde habrá que ver hasta qué punto es posible un tratamiento asimétrico de la diversidad española. En su comparecencia ante la prensa que hizo a final de año Pedro Sánchez para plantear las perspectivas para el nuevo curso, el presidente socialista reconoció que su gobierno está obligado, “tanto por convicción como por necesidad”, a hablar con todos los grupos parlamentarios, al tiempo que remarcaba su compromiso "con el diálogo, tal y como requiere y exige la pluralidad política y la diversidad territorial de España". Pero la derecha le hace el vacío, en un combate feroz, y el diálogo ha tenido que buscarlo con los grupos nacionalistas y soberanistas vascos, catalanes y gallegos. En 1978, cuando la Constitución distinguió entre “nacionalidades y regiones”, lo hizo más por necesidad –la fuerza del antifranquismo se encontraba sobre todo en las nacionalidades históricas– que por convicción, como la evolución posterior de los hechos demostró. La apertura de una nueva fase en el enfoque de la cuestión territorial depende ahora de que, a la estricta necesidad, se sume la afianzada convicción. La ley de Amnistía es un primero, y muy importante, paso en esta dirección, pero serán necesarias otras. Se acercan tiempos interesantes, y sería bueno que todos no nos decepcionaran otra vez.