«La historia era una cocina de ingredientes,
se cambiaban las dosis y salía un plato diferente»
Erri de Luca
Soplan nuevos vientos, como vasos comunicantes, y el que sube, baja; y lo que baja, sube. También en el mostrador político de los cambios de ciclo y los conflictos irresueltos, que no terminan, sólo mutan. Si anteayer era Catalunya quien se resquebrajaba y polarizaba, ahora es a la inversa: en Catalunya, un 80% del Parlament está a favor de la amnistía; en el Congreso, un 50,8%. España se rompe. En el 2021 –hace sólo tres años, que en política no es nada– un 80% del Congreso estaba abrumadoramente en contra de la amnistía mientras el independentismo, que había perdido setecientos mil votos respecto al 2017, alcanzaba un inédito 51% del voto en las elecciones catalanas. El cambio de rasante es tan completo que hemos pasado de ver a los varones –así del PP como del PSOE– berreando contra el nacionalismo economicista a blandirle desacomplejadamente. Hemos pasado de la "España nos roba" al "Catalunya nos hurta". Para alquilar sillas, ayer mismo el presidente de la Junta de Andalucía, Juanma Moreno, afirmaba que si Catalunya lograba una mejor financiación la Junta perdería 6.000 millones. Quienes antes negaban toda veracidad de cualquier balanza fiscal son los que ahora corren a afirmarlas sin tapujos. Incluso, bestial paradoja final, quienes llevan una década –y varios siglos– exigiendo el estricto cumplimiento del imperio de su ley ahora corren a desobedecerla. Y quienes desobedecían razonablemente órdenes injustas del Constitucional ahora le exigen que se cumpla la ley –de amnistía–. Vivir para ver –y viceversa– el nuevo ciclo político global ha dado la vuelta tanto a las cosas que se ve que ahora, por ser antisistema en un sistema que hace aguas por todas partes, hay que ser de extrema derecha. Es decir, lo más sucio sistémico que hay –y más caníbal y más inhumano y más brutal.
Claro que de paradojas –y de cábalas y carambolas– la historia va llena. Quizás vale la pena no olvidar que Rodríguez Zapatero fue elegido en el 2000 como secretario general del PSOE, por decantación catalana, por sólo un aliento de diferencia respecto al otro candidato, llamado José Bono. Match point, quedó a nueve votos y sólo nueve décimas de distancia. Mirando por el retrovisor, recuerdo de lejos, como un eco, que el discurso temprano del primer Pedro Sánchez que doblegó alapartchik del PSOE afirmó que, para revertir el independentismo, era necesario volver al 2006 y regresar, como proyecto de futuro, al pasado. En la vanidad de las apariencias, en el eterno bucle del envío que tantos réditos da, podríamos decir que dialécticamente volvemos a estar ahí: basta con parar la oreja a la espiral de declaraciones que ha abierto la ignota propuesta de financiación pactada entre el PSC y ERC. El pasado es muy manipulable pero no suprimible. Y las declaraciones de Pedro Sánchez, en el debate de investidura del 2018, estaban claras: Catalunya se rige por una ley que no ha votado. Aún estamos allí. Con un doble hecho concurrente: tan cierto es que el independentismo ha perdido las elecciones de marzo como Sánchez sigue dependiendo de él. Y la cosa viene de lejos: desde el 2018, el PSOE se sienta y yace en la Moncloa con los votos imprescindibles del independentismo catalán y el nacionalismo vasco. El telón de fondo, inmóvil y el de siempre: ¿la permanente incomprensión –reformable? irreformable?– sobre una cuestión democrática catalana que alcanza una doble cuestión de reconocimiento y redistribución. Reconocimiento del otro y distribución democrática de poder -es decir, muy sintéticamente, una sencilla cuestión nunca aceptada de respeto y democracia.
Desde esta perspectiva de los tiempos que cambian, pero no cambian tanto como parecen, todos sabíamos que la Diada de este año tendría la menor participación del ciclo reciente. También sabemos que unos la queríamos mucho mayor y otros, mucho más pequeña. Incluso hay quien ni la querría. Alejandro Fernández, palabras yorcas, afirmó que el formato de la Diada institucional no representaba a todos los catalanes. Aritmética parlamentaria con mil aristas y matices, representaba como mínimo un 80%, cifra que en sociedades europeas polarizadas no puede decirse que sea poco. 73.000 manifestantes –ya quisiera la Copa América esas cifras de asistentes– que, cuando cierre año, nos recordarán que ésta ha sido la mayor movilización que haya vivido el país este 2024 –y una cosa no quita la otra–. Más cosas han pasado contradictorias, intraducibles o de cinismo geométrico. Por ejemplo, que el Reino de España exporta e importa al mismo tiempo disidentes. Mientras mantiene largamente a Puigdemont en el exilio desde hace siete años –que se llama demasiado rápido–, acoge rápidamente al venezolano Edmundo González. En este sentido, las palabras de Pedro Sánchez en el Comité Federal de hace dos domingos eran de doble moral, triple lectura y múltiple aplicación. Dijo: "Seguiremos defendiendo la democracia y protegiendo la seguridad y la integridad de activistas, periodistas y líderes políticos estén donde estén, en Palestina, en Rusia o en Venezuela, quien España no abandonará". Se olvidó de decir Catalunya –se olvidó del todo del Reino de España que gobierna–. Se olvidó de Carles Puigdemont. Se olvidó de Jordi Cuixart –nueve meses preso bajo el PP y tres años bajo su gobierno–. Se olvidó de Carme Forcadell. Se olvidó de Pegasus. Olvidó a los infiltrados de Marlaska. Se olvidó de Jesús Rodríguez. Olvidó la impunidad del 1-O. Olvidó todos los nombres que le permitían prometer afuera lo que es incapaz de garantizar dentro.
Mientras, en acertada expresión de Xavier Antich, tendremos un otoño con el independentismo en el triple diván congresual –y el que salga también definirá el futuro–. Mientras, Joaquin Aguirre aún ejerce de juez, inasequible al desaliento de encontrarse a Putin en medio de las Ramblas. Sigue ejerciendo por mucha renovación que haya habido en el CGPJ, y la pregunta flota sola: ¿de verdad que no ven que no desautorizar a Aguirre los desautoriza a todos? Y mientras tanto, mañana, el presidente de la Generalitat visitará a Felipe VI, al rey de bastos y al bastón del 3 de octubre –¿le pedirá, en nombre de la tan citada concordia pero sobre todo en nombre de los catalanes, que pida perdón por aquel ¿discurso?– Ambos encajarán las manos sabiendo a ciencia cierta, sin embargo, que la reanudación del contacto de la Generalitat con la Zarzuela es una falsa ilusión y que Isla va representando una sociedad disociada del todo de los Borbones. No hace falta ninguna encuesta para averiguarlo –por eso hace ya mucho que no hay encuestas del CIS al respecto–. Ahora bien, el último CEO del pasado marzo nos recuerda que sólo el 15,9% de la sociedad catalana está a favor de la monarquía y que un 76% tienen nula, ninguna o poca confianza en una institución tan caduca y tan hostil . Mientras, el demérito va haciendo fundaciones a Abu Dhabi para evadir su fortuna. Y mientras tanto, estricta ley del silencio cuando el mal borbónico no quiere ruido, olvidemos lo que más se calla de Felipe VI: que durante 18 meses, ya ejerciendo como rey, calló que sabía de las cuentas suizas del padre y que sabía, a más, que era beneficiario. Borbones siempre aparte, si hacemos caso –y deberíamos hacerlo– del bueno de Josep Termes, temo que no será este ciclo ni este PSOE quien, mutatis mutandis, deshaga el milagro catalán de continuar latiendo después de siglos bajo la plancha jacobina francesa y la Inquisición española. En todo caso, lo capital y vital es que el milagro catalán no lo deshagamos... nosotros mismos.