La población en el conjunto del Estado se sitúa actualmente en 46,93 millones de habitantes, según el INE
15/03/2025
Periodista y productor de televisión
3 min
Regala este articulo

El Idescat ha hecho público un estudio que proyecta un crecimiento de la población catalana de medio millón de habitantes en los próximos 9 años (8,5 millones en 2034). Por supuesto, todo este incremento sería atribuible a la inmigración, pues según el mismo estudio en este período el número de defunciones será superior al de nacimientos. Excepto a quienes se toman la economía como un deporte, en el que lo importante es incrementar hasta el límite el PIB sin medir sus consecuencias, esta predicción resulta inquietante. La inmigración no es un mal per sepero puede ser un mal si es la consecuencia de un modelo económico basado en el turismo y en sus bajos sueldos. Debemos poder hablar de ello sin caer en el maniqueísmo ni los tópicos que tanto gustan a la ultraderecha.

Catalunya está en una situación social y económica complicada, y esto no sólo es fruto de sus propios errores y de la catastrófica apuesta por el turismo de masas en detrimento de otros sectores de alto valor añadido, sino también de sus limitaciones en el ámbito político, y el expolio cronificado de sus recursos públicos. La clase política catalana ha intentado corregir el rumbo en las últimas décadas, primero con el intervencionismo en la política española (a través de CiU y PSC), y después con el proceso soberanista. Ambas apuestas han fracasado, y la dependencia política de Catalunya sigue siendo el principal escollo para construir un modelo económico y de bienestar plausible.

La caída en picado de la natalidad, combinada con la llegada masiva de inmigrantes para cubrir la demanda de empleo en sectores como cuidados o turismo, han impedido un crecimiento armónico, la cohesión social y la protección del medio ambiente. Hemos favorecido que llegue gente de todas partes para realizar trabajos poco agradecidos sin poderles ofrecer, a cambio, la cobertura social que necesitan y merecen. Nuestro estado del bienestar está tensionado, el modelo educativo es un fracaso sin paliativos y la lengua catalana, el principal factor de identificación de nuestro país, ha experimentado un retroceso tan dramático como inevitable (no voy a decir irreversible porque no quiero que se me acuse de fatalista).

De Barcelona hemos hecho una ciudad escaparate, la ciudad de la Copa América y el Mobile, ideal para los expados adinerados y para los alquileres de temporada, pero inasumible para los barceloneses, que están desertando de forma masiva debido a la avaricia de los rentistas y la impunidad con la que los fondos inversores están secuestrando al mercado inmobiliario. Este éxodo podría tener sentido si se mantuviera vivo el sueño noucentista de la Cataluña ciudad, el territorio interconectado por una red de infraestructuras digna de un país europeo. Pero el servicio de Cercanías de Renfe nos recuerda todos los días –¡cada día!– que en lugar de vertebrar Catalunya nos hemos visto obligados a sufragar la conectividad del Gran Madrid y la faraónica concepción de la España radial de gran velocidad. Todo esto ha ocurrido ante la impotencia, por no decir la indiferencia, de las élites catalanas, las mismas que aplaudieron la represión del soberanismo.

Faltan adjetivos para definir la magnitud de la transformación que necesita Catalunya para ser un país viable, que cuide a sus ciudadanos –los viejos y los nuevos–, que les permita aspirar a un sueldo digno y una vivienda decente, que preserve su patrimonio cultural y ambiental, que anime a los emprendedores y creadores, que mantenga su identidad, etcétera. Continuar "creciente", cuando el crecimiento es hacia abajo, es un suicidio colectivo. Y renunciar a la política con mayúsculas –es decir, a la soberanía, en lo que sea– es un error que pagaremos muy caro.

stats