Crisis climática: se agota el tiempo

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El nuevo informe climático de los científicos avalados por la ONU no lo puede dejar más claro: de la tradicional prudencia se ha pasado a una claridad alarmante. Se agota el tiempo para frenar el calentamiento planetario. La reducción de emisiones de gases invernadero no puede atrasarse más. Los Acuerdos de París no son suficientes y, además, debido a la pandemia, ya se tendrían que haber renovado hace un año. La cumbre de Glasgow de noviembre -la COP26- tendría que ser decisiva con el horizonte de unos compromisos fuertes para 2030, es decir, inmediatos. Esta década tiene que ser clave para descarbonizar el planeta. Los expertos dicen que la única vía es el decrecimiento: estamos delante, pues, de la necesidad de un gran cambio colectivo de mentalidad que incluya renuncias: consumir menos, viajar menos, con todo lo que esto puede suponer en términos económicos.

¿Cómo se hace esto? La descarbonización ya tiene por sí sola un coste, y también tiene otro el cambio de modelo económico que comporta. Los países ricos, si se lo proponen, pueden hacerlo, pero además tendrán que ayudar a los pobres. Por lo tanto, el esfuerzo que se pide no es pequeño. Al contrario. ¿Habrá suficiente voluntad política para sacarlo adelante? ¿Habrá voluntad y capacidad empresarial? ¿Habrá suficiente concienciación popular? La presión ciudadana sin duda ha aumentado mucho. Cada episodio climático catastrófico, desde los incendios de este verano en California, Siberia y el Mediterráneo hasta las inundaciones en Alemania y Bélgica, ayudan. A todo el mundo le está empezando a quedar claro que nadie se escapa de los efectos desastrosos del cambio climático: ciclones, huracanes, mareas altas, olas de calor... Los fenómenos meteorológicos extremos empiezan a ser habituales. El concepto de refugiado climático cada vez lo será más: a finales de 2019 se contabilizaban 79,5 millones.

Pues bien, toca pasar a la acción. Sin demora. Y hay que hacerlo desde una cuádruple perspectiva política, científico-tecnológica, económica y cívica. El papel de los gobiernos y las instituciones supragubernamentales es clave para dar directrices valientes y claras, pero a la vez resulta imprescindible la participación del mundo económico (no solo para reducir las emisiones, sino para cambiar un modelo industrial, agrícola y de servicios demasiado depredador de recursos naturales), la del mundo científico para conseguir nueva tecnología que haga viable una relación más armónica con el planeta, y la de los ciudadanos individuales para que tomemos conciencia del cul-de-sac ambiental en el que nos encontramos y actuemos en consecuencia en nuestro día a día. Hay deberes para todo el mundo. Y no son precisamente fáciles. Por suerte, los discursos negacionistas han perdido mucha fuerza ante las evidencias dramáticas. Pero ya hemos visto cómo la negación se ha trasladado al terreno del coronavirus, una pandemia que, por otro lado, también es fruto de una explotación animal sin muchos límites. Es urgente avanzar, pues, hacia una nueva cultura de respeto hacia la naturaleza y, con celeridad, poner freno al calentamiento a escala mundial. Está en juego nada más y nada menos que la viabilidad de la vida humana en el planeta Tierra.

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