L'inconnu du lac (El desconocido del lago) es una de mis películas favoritas. Dirigida por Alain Guiraudie, premiado en Cannes como mejor director, mezcla con excelencia las herramientas más agudas del thriller y los recursos más sensuales del erotismo: Frank, un visitante asiduo de una playa nudista en un lago donde se practica cruising, una noche inocente, se descubre observando cómo un hombre ahoga a otro en las aguas calmadas del lago de Sainte-Croix. Frank se obsesiona con el asesino, lo encubre ante la policía, y comienza así una historia de tensión, mentiras, eros y thanatos.
El cruising hace referencia a una práctica sexual que consiste en tener sexo en lugares públicos de forma anónima y directa –parques, bosques, estaciones o baños de centros comerciales–, históricamente vinculada al colectivo LGTBIQ+, popular sobre todo entre hombres homosexuales. No hace falta explicar el porqué de este fenómeno, que surge a consecuencia de la represión, el juicio, el estigma y la condena a la invisibilidad, a la sexualidad silenciada. Y no hace falta explicar, tampoco, que es una práctica que, más allá del sexo esporádico, ha generado comunidad, alianzas, resistencia y supervivencia. Si me permitís el símil: ¿sabéis eso que decimos de que el catalán sobrevivió durante la dictadura porque en casa la gente lo seguía hablando? Pues viene a ser un poco lo mismo: frente a la persecución intensa y sistemática, nuevas fugas y nuevas estrategias.
Todo esto os lo cuento porque el pasado 26 de agosto Juan José Martínez publicaba en El País un artículo titulado En busca de sexo anónimo instantáneo: viaje al templo del cruising en Madrid. Con un tono tirando a simplón, de una poeticidad tópica, digamos, empieza describiendo una especie de locus amoenus veraniego donde varios hombres, desconocidos entre ellos, se encuentran para follar. A lo largo del relato, insiste continuamente en los peligros de la práctica, condenándola a la oscuridad y vinculándola a la transmisión de enfermedades sexuales. Como si leyéramos un reportaje de los años setenta.
Sabe mal la oportunidad perdida, porque hay muchas maneras de hablar de esta experiencia tan oculta y, a la vez, tan popular. Ciertamente, el cruising mantiene en su esencia la combinación trágica de eros y thanatos que durante siglos ha envuelto a las relaciones maricas. Una pulsión de muerte, como lo llamaría Leo Bersani, reinterpretando a Freud. Esto es, y para decirlo rápidamente: una sexualidad que no se deja asimilar por las políticas de inclusión y diversidad que pregonan las democracias contemporáneas. Una sexualidad que descarrila de la norma, que busca paradójicamente la desaparición, la del propio cuerpo y la propia comunidad, mientras intenta sobrevivir. José Esteban Muñoz, en su ya canónico ensayo Cruising Utopia, toma la metáfora del cruising para pensar las nuevas posibilidades que pueden gestar las relaciones LGTBIQ+: lo queer como una utopía hacia la que podemos dirigirnos, como una cultura sexual abierta y libre, como un espacio alternativo a los que crea la heteronorma. Un lugar al que todavía tenemos que llegar. El libro de Alex Spinoza, Cruising, documenta esta ambición: de la Antigüedad griega a la Inglaterra del XVIII, de Oscar Wilde a George Michael, expone cómo el cruising es una práctica histórica de contrapoder, al igual que lo hace Marcus McCann en Park Cruising, donde defiende esta metodología de creación de nuevos mundos y se pregunta sobre el valor social del sexo y del placer.
Con la publicación de la pieza en El País, las redes se polarizaron. Por un lado, se levantaban las críticas a la mirada antigua y caduca del periodista. Por otro, aparecían aquellos que condenaban la práctica por desagradable, vergonzosa y repugnante. Lo que me pareció brillante fue la forma en la que se señaló la hipocresía del artículo y de aquellos que criticaban el cruising: algunos tuits virales sentenciaban “Prefiero a mis gays siendo unas guarras que comprando bebés”, y otros subrayaban la doble moral de los que condenan el cruising mientras que son usuarios de aplicaciones de sexo esporádico gay, como Grindr, que han capitalizado y normativizado los encuentros ocasionales y los han confinado en el espacio privado, haciendo reales los deseos de ocultación, discreción y silencio del sistema. Es decir: unas críticas que insistían en esta posibilidad abierta, utópica, de pensar los encuentros maricas como una promesa abierta a otra manera de hacer, alejada del capital, del consumo y de la norma.
Empezaba hablando de L'inconnu du lac porque es un ejemplo bellísimo que no renuncia a mostrar las sombras del cruising sin caer en el estigma: retrata el peligro de entregarse al otro, un lobo desconocido; pero también el deseo que implica la entrega, porque el deseo, si tiene una fuerza, es la de lo que no sabemos, ese nervio que puede llegar para hacernos daño. Hablar de cruising, hoy, requiere una aproximación similar a la de Alain Guiraudie, una que contemple que hay condena y que hay elección, en esta práctica centenaria, que hay miedo y que hay amor, que hay resignación y que hay agencia. Que toda sexualidad disidente se encontrará siempre, siempre, en un lugar perdido entre la mirada externa de los demás y el anhelo de construir una propia, más ancha, más libre.