Una cuestión bizantina

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Luna llena detrás de la Gran Mezquita Santa Sofía en Estambul, Turquía

Las ciencias sociales (historia, economía, etcétera) solo son, últimamente, instrumentos de la política. Digamos más bien la Política, en mayúsculas: o sea, las relaciones de poder entre grupos e individuos y las fórmulas con las que se distribuyen los recursos. Thomas Piketty no ha sido el primero en demostrar tal obviedad.

El ejemplo más curioso: la historiografía clásica europea considera, como casi todos nosotros, que el imperio romano (dejemos de lado la era republicana) nace con Augusto, digamos que en el primer siglo, y acaba en el quinto, con Rómulo Augusto. Equiparamos la caída de la ciudad de Roma con la caída del imperio, aunque, supongo que por razones de proximidad, aceptamos la época tardía en la que la capital se desplazó a Milán. Pero todo esto es falso. El imperio romano duró hasta el siglo XV. Lo que con desprecio llamamos imperio bizantino siguió siendo imperio romano y así se llamó siempre a sí mismo, aunque fuera en griego. Parece que eso era inaceptable para los europeos germanizados del medievo.

He hablado del desprecio con el que miramos al imperio romano en su versión oriental. He aquí unas muestras. Edward Gibbon, autor del celebérrimo Decadencia y caída del imperio romano, afirmó que la historia del imperio de oriente no fue más que “un tedioso y uniforme relato de debilidad y miseria”. Voltaire: “Una desgracia para la mente humana”. Montesquieu: “La historia del imperio griego [nótese: “griego”] no es más que un tejido de rebeliones, sediciones y traición”. Hegel: “En general presenta una repugnante imagen de imbecilidad; penosas, incluso dementes pasiones ahogaban el crecimiento de todo lo que es noble en obras, pensamientos y personas”.

Resulta difícil explicar, entonces, cómo ese atajo de cretinos depravados resistió, aun con pérdidas territoriales, el empuje musulmán de omeyas y abasíes. Y mantuvo vigentes hasta el fin de la Edad Media las leyes romanas y una cierta idea de civilización.

Por supuesto, en el desprecio europeo pesaban desde el principio las diferencias culturales. Constantino el Grande (San Constantino para los ortodoxos), el emperador que estableció el cristianismo como religión oficial del imperio y trasladó la capital a Constantinopla (luego Bizancio, hoy Estambul), causó asombro en su último viaje a Roma y Milán: llevaba el pelo teñido en varios tonos, vestía sedas multicolores y usaba maquillaje. Costumbres orientales que en la Europa crecientemente bárbara se identificaban con la homosexualidad y la degeneración. (La imaginación popular rusa ve un poco así a los europeos de hoy). La progresiva sustitución del latín por el griego fue otro factor de distanciamiento.

Pero el motivo principal de la inquina radicaba en que la Europa medieval, y hasta cierto punto la actual, se construyó sobre un fraude. La llamada Donación de Constantino, un supuesto testamento del emperador que cedía al Papa el dominio de Roma, la península itálica y todo el imperio romano de occidente (en realidad una falsificación perpetrada por algún monje hacia el siglo VIII), hizo poderosos a los pontífices, permitió que la parte oriental del imperio carolingio creara la ficción del Sacro Imperio Romano Germánico (o Primer Reich) y, en definitiva, formateó nuestra visión del mundo. Mientras duró, el imperio romano de oriente (lo de imperio bizantino lo inventó el alemán Hyeronimus Wolf en el siglo XVI) fue un incomodísimo testigo del fraude.

Es verdad que el imperio de oriente atribuía un exagerado interés a las cuestiones teológicas (lo que llamamos discusiones bizantinas, por un famoso debate sobre el sexo de los ángeles mientras Bizancio permanecía sitiada), pero eso mismo se piensa hoy en gran parte del mundo, desde Moscú y Washington hasta Pekín, sobre algunos debates en Bruselas.

Sus conocimientos técnicos eran formidables: cuando en Europa empezaron a levantarse catedrales góticas, la maravillosa basílica de Santa Sofía (Santa Sabiduría) llevaba siglos en pie. En su tiempo, pese a existir imperios más potentes, el fragmento oriental de la antigua Roma, que disponía de algo parecido a un incipiente sistema de seguridad social, se consideraba líder de la civilización y capital cultural del mundo. Estaba rodeado de enemigos que lo veían rico y decadente y dependía de la protección de ejércitos extranjeros que en realidad lo asfixiaban poco a poco. Suena de algún modo a Europa, ¿no?

Si existiera la retribución kármica (yo lo dudo muchísimo), no me extrañaría que en siglos futuros se hablara de Europa, ese continente autodestructivo, indefenso y pedante, como Europa habló del imperio romano de oriente: “Un relato de debilidad y miseria”.

Enric González es periodista
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