Desde el momento en que acabó el Procés, después de aquel octubre del 17 vivido con un helicóptero en la cabeza y el corazón en un puño, y durante los años de lazos amarillos, del juicio en el Supremo, de la sentencia y del Tsunami, la opinión pública catalana ha tenido que soportar todo tipo de lecciones sobre la ingenuidad de pensar que era posible derrotar a España sin unos planes de contingencia que fueran más allá del censo universal del referéndum.
Autocrítica sobre ingenuidades diversas no ha faltado, en Catalunya, pero el Estado no lo ha practicado. Y el estado español y sus adoradores políticos y mediáticos deberían aplicarse sus propias lecciones sobre la supremacía del estado de derecho procediendo a investigar judicialmente al presidente Mariano Rajoy y al ministro Fernández Díaz como orquestadores principales de la guerra sucia contra el independentismo. Porque ahora tenemos pruebas de que el gobierno español empezó a derrotar al independentismo pasando por encima del estado de derecho, con métodos propios de dictaduras.
Si el ejecutivo investigaba a adversarios políticos hasta destrozarles la vida, la ingenuidad es pensar que al estado español le bastó con el simple gesto de abrir el Código Penal y la Constitución para sofocar un intento de secesión. Paradójicamente, la práctica de la guerra sucia es toda una demostración de debilidad del Estado y de la falta de confianza en la tan proclamada fortaleza de la idea de España, porque revela la incapacidad de enfrentarse democráticamente al independentismo. Por eso, el Estado se revuelve solo de pensar que un día el Congreso aprobará la amnistía, el rey la firmará, los jueces la aplicarán, los exiliados volverán a casa y los inhabilitados se podrán volver a presentar a unas elecciones.