La decisión de tener hijos
Hubo un tiempo no muy lejano en el que un joven, hombre o mujer, expuesto en los chismes de una reunión familiar, debía enfrentarse a preguntas y comentarios formulados sin miramientos, en una especie de invasión por etapas: que si ya tenía pareja, que cuando pensaba casarse, que qué esperaba a hacer abuelos sus padres, que después del primer hijo tocaba ir a buscar la parejita, y en caso de tenerla, que cuando vendría el tercero.
Era una presión hecha con insistencia, a base de penalización de la soltería –sobre todo para las mujeres–, una esperanza de vida más baja que hacía que todo fuera más temprano y que hacía sonar más fuerte el tic-tac de un reloj biológico que la medicina no podía retrasar tanto como ahora, y la construcción cultural de la maternidad y la paternidad como culminación de una vida plena o, sencillamente, de una vida normal. Con esa inercia social y que el matrimonio era un pasaporte oficial hacia la libertad, la natalidad se daba por descontada.
Hoy estamos en el otro extremo, para bien o para mal. Ahora preguntas se hacen las justas, porque el futuro personal está mucho más abierto en todos los sentidos y eso podría convertir la conversación en un interrogatorio del ministerio fiscal. Si añadimos dificultades objetivas como las de la vivienda, todo va diez años más tarde que antes. Esa inercia social de hoy, más que crear un estado de ánimo, crea un estado de desánimo. Ante el que cabe recordar que la pregunta más legítima es personal: ¿me hace ilusión tener hijos? Para contestarla con sinceridad y actuar en consecuencia hace falta algo más que un piso, es necesario definir un proyecto de vida, porque puestos a ver inconvenientes o incertidumbres, el momento no llegará nunca. Quererlo en serio no es suficiente, pero es el primer paso.