Solo tomando como referencia los últimos diez días hemos tenido conocimiento de la creación de tres nuevos partidos políticos en países que consideramos "democracias consolidadas". El primero, en Francia. François Ruffin ha anunciado que crea el partido Debout! (¡En pie!). Viene de la izquierda radical, ha estado vinculado a la Francia Insumisa de Jean-Luc Mélenchon y se sitúa entre este y el probable candidato socialdemócrata, Raphaël Glucksmann. El segundo, en Reino Unido. Jeremy Corbin, antiguo líder del Partido Laborista y particularmente crítico con el actual primer ministro, Keir Starmer, está formando un nuevo partido con un grupo de diputados reunidos bajo el nombre de Independent Alliance (Alianza Independiente). Para completar el panorama, Estados Unidos. Elon Musk –estaba cantado que acabaría mal con Donald Trump– acaba de anunciar su nuevo partido, America. Y esto solo es una pequeña y anticipada muestra de lo que vendrá.
Todos estos movimientos muestran hasta qué punto están cambiando las coordenadas políticas clásicas con las que el electorado se reconocía a sí mismo, y los intentos para encontrar los nuevos puntos de referencia con los que se podría identificar el actual ciudadano malhumorado. La falta de respuesta de los partidos tradicionales a los nuevos desafíos, aparte de los errores cometidos, es clamorosa. Y sobre todo están los cambios en la composición social del electorado, tanto en sus miedos como en sus aspiraciones, que han trastocado los mapas de la representación política, han desguazado las narrativas convencionales y han abocado el sistema de partidos a un total desconcierto.
En Catalunya, la aspiración independentista ya provocó una radical mutación del panorama político. Me refiero a la desbandada del viejo catalanismo del PSC; a la aparición relativamente fugaz, pero absolutamente letal, del anticatalanismo de Ciudadanos; a los descalabros en el espacio de los Comuns; a la pérdida del carisma político de la CUP; a la sacudida a la antigua Convergència y al laberíntico e inacabado tránsito de Junts y, también, a la progresiva pérdida de un perfil identificable de ERC, que ha ido de la ampliación fracasada de la base a regalar la presidencia de Catalunya al socialismo más autonomista de todos los tiempos. Y, claro, para no ser menos que en el resto del mundo, debemos contar con la aparición de Aliança Catalana, tan amenazadora como de incierta gloria. Este es el mapa actual, pero que ahora, sin un claro desafío independentista, ha vuelto a quedar descuadrado.
Tal y como están las cosas, ciertamente, el elector en Catalunya puede elegir entre la estabilidad que de momento ofrece un gobierno con, de momento, solo supuesta capacidad de gestión –¡la que sea!–, y una fidelidad que solo puede ser ciega a los antiguos perfiles ahora titubeantes y confusos de las viejas formaciones. Y, por lo tanto, es un electorado en el mejor de los casos expectante y pendiente de las próximas rupturas, desafecciones y de nuevas e inciertas aventuras. Y por supuesto, en estas circunstancias, las encuestas de intención de voto que no tengan presente el carácter voluble e inestable de la oferta política solo añaden confusión al guirigay actual.
He empezado el artículo mencionando la aparición de nuevos partidos, signo inequívoco de un cambio profundo en las viejas coordenadas y la búsqueda de nuevas referencias. Sin embargo, tengo la impresión de que quieren poner el vino nuevo en barricas viejas. No funcionará. Como en el caso español, donde el farisaico debate sobre la corrupción –es obvio que no puede ser el PP quien dé lecciones de ejemplaridad alternativa al PSOE– no puede esconder las claves de fondo de la crisis política en la que seguirá atrapado el sistema. En Catalunya se mezcla un marco inestable de dependencia política que lo hace todo más complejo, cierto. Pero sería un error no ver muchas de las circunstancias generales que afectan a todo nuestro entorno. Es más, como ya había escrito en su momento, también el proceso independentista fue posible en el marco de la crisis política general. Nunca fue –ni es– un asunto meramente interno.
En conclusión, el mapa político en la mayoría de países occidentales, y especialmente el nuestro, vuelve a ser extraordinariamente abierto e inestable. ¿Qué quedará del actual gobierno socialista en un marco español gobernado por el PP? ¿Qué harán ERC y Junts ante el imposible cumplimiento de los pactos de gobierno aquí y allá? ¿Dónde irá a parar Junts cuando compruebe que el regreso del president Puigdemont no tiene los efectos reparadores esperados? Y así, todo lo demás. Sin embargo, no creo que haya que esperar a medio plazo un nuevo mapa político ni un nuevo encuadre. Vendrá un nuevo modelo de decisión política sin mapa y con un ciudadano guiado solo por un navegador con un algoritmo diseñado expresamente para cada nueva convocatoria electoral. También para el independentismo.