El deseo de no votarlos

O todos los lectores del diario ARA somos muy especiales o, en caso de encuestas, muchos de los que ahora mismo están leyendo estas líneas no tienen ganas de votar para detener a la extrema derecha. No estoy hablando de una voluntad activa de volver al fascismo ni tampoco de apatía nihilista. Más bien se trata de algo que quema, una intuición de desconfianza y una chispa de orgullo que se encienden cuando percibimos que el poder nos dice que no hay alternativa y deberíamos obedecer como corderos. Llega un punto en el que los llamamientos a la moderación y la responsabilidad comienzan a sonar como un engaño de los de arriba y una vocecita interna se subleva y dice que no.

A lo largo de la historia se ha intentado poner muchos nombres a esta cosa. En la antigua Grecia, Platón hizo muy famoso el concepto de thymos. La idea es que los seres humanos estamos divididos en tres: la parte concupiscible (hambre, sed, sueño), la parte racional (pensamiento, lógica, ideas) y la parte irascible o apasionada, que no acaba de tener una traducción precisa, pero que se ocupa de cosas como la dignidad, el respeto y el reconocimiento social. Si Platón estaba en lo cierto, no podemos evitar sentir un tipo de deseo que nos hace querer ir más allá de la mera autopreservación y nos lleva a arriesgarnos. Es una pasión de doble filo: podemos jugarnos la vida llenos de solidaridad universal para hacer el mundo mejor, pero también podemos salir a la calle en aras de alguna causa abyecta.

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Para Hegel la historia de la humanidad son las idas y venidas de estos deseos irracionales, que han dado lugar a las guerras y revoluciones. Por suerte, todas estas luchas no eran en vano: poco a poco íbamos progresando, hasta que un buen día la irracionalidad de todas estas pasiones políticas se vuelve gestión política razonable. Entonces llega el final de la historia y ya no hace falta que nos sublevemos más: podemos organizarnos científica y pacíficamente con los mecanismos del estado moderno. Hegel pensaba que la Revolución Francesa debía ser la última, y la historia había terminado con la monarquía prusiana de principios del XIX, que era “el estado racional” que le pagaba el sueldo de profesor universitario.

Nosotros sabemos que la historia se ha resistido a desaparecer, pero los que proclaman su final también. Y, de hecho, las elecciones europeas siempre incluyen una disputa filosófica sobre el último final de la historia, que es el que teorizó Francis Fukuyama después de la caída del Muro de Berlín, inspirado en Hegel. Según Fukuyama, la democracia liberal y el estado del bienestar que conocemos son insuperables (ahora sí, en serio), porque la combinación de derechos sociales y mercado ofrece un equilibrio perfecto de igualdad para todos ante la ley y libertad para que los más apasionados compitan por el reconocimiento en la esfera económica (Fukuyama también habla del thymos platónico: hay conceptos que nacen con estrella). Desde entonces, Europa se ha visto a sí misma como el santuario de esta historia acabada que se intenta mantener congelada en paz al margen de las tormentas del exterior.

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Pero la historia también nos descubre que los sistemas de protección racionales y benevolentes que parecen durar para siempre pueden volverse ineficientes y corruptos. Y en momentos de crisis y declive se enciende la chispa de la que hablaba Platón. Y si resulta que los engranajes políticos están haciendo más por el problema que por la solución, el deseo de arriesgarse a cambiarlos no es irracional. Lo que promete la extrema derecha es justamente eso: cargarse las grandes estructuras en las que hemos dejado de confiar y volver a espacios que nos harán sentirnos más libres.

Las trampas y peligros de la promesa de la derecha que intenta capitalizar ese descontento están más que discutidos. Pero a mí lo que me parece más raro del ambiente político actual es que todo lo que quema no encuentre a nadie a la izquierda. Porque, tradicionalmente, la desconfianza frente al statu quo y el poder ha sido el combustible de las revoluciones igualitarias. Sospechar de los que te dicen que tengas miedo a los cambios demasiado grandes y hagas caso a los de toda la vida puede ser una paranoia, pero también puede estar muy bien fundamentada. Albert Camus, que estuvo en todos los lados buenos de la historia, lo tiene muy bien explicado en El hombre rebelde (Alianza Editorial), donde define “la capacidad de decir que no” como el primer momento de cualquier lucha por un mundo más justo.

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El sentimiento de que falla algo se encuentra atrapado entre una izquierda que le dice que vote con miedo para salvar los muebles y una derecha que propone radicalidad reaccionaria. Naturalmente, no existe una fórmula matemática para saber cuál es el equilibrio perfecto entre reformas moderadas y transformaciones radicales. El deseo de arriesgarse para aspirar a algo más es ambiguo, y la historia nos enseña que puede traer maravillas y desgracias. Pero lo que es seguro es que vuelve una y otra vez. Reprimir y ridiculizar la pasión de cambio no solo es imposible, sino irresponsable. Por eso la vieja frase de Walter Benjamin que dice que "detrás de todo fascismo hay una revolución fallida" habla de revoluciones, y no de pequeñas reformas cosméticas a la defensiva.