El disparate de las lecturas (no) obligatorias

Hace unos días se difundió un documento firmado por el Consejo Interuniversitario de Cataluña que recoge el acuerdo del propio Consejo y del departamento de Educación para eliminar las lecturas obligatorias de literatura catalana y castellana de las materias comunes de bachillerato y de las pruebas de selectividad del curso 24-25, excepto en el caso de los alumnos que cursen como optativa literatura catalana o castellana. Este diario se ha hecho eco sobradamente de esta decisión, que ha levantado una buena polvareda.

Yo, que soy profesora de literatura desde hace casi medio siglo, primero en secundaria y después en la universidad, ya no sé qué ropaje más rasgarme. El disparate me parece tan magno que incluso me cuesta ordenar mi estupefacción. Vamos a palmos, pues. Hace años que discutimos qué es más importante, si las competencias o los contenidos, y ésta me parece una de las discusiones más estériles del mundo académico. Los pedagogos insisten en que las competencias lo son todo, y afirman que un alumno que domina una destreza y una competencia podrá obtener sin ningún esfuerzo los contenidos que necesite. Por otra parte, los académicos de otras áreas siguen defendiendo enconadamente la supremacía de los contenidos aduciendo que una competencia que no se ejerce sobre un contenido es un puente sobre el vacío. Que las competencias son importantes es obvio: saber leer es fundamental para poder leer, pero mientras se aprende a leer ya se lee un contenido, la palabra casa, por ejemplo. Ambas cosas son inseparables y, en mi opinión, no se puede tener una sin la otra.

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Ahora bien, creo que la cuestión radica en decidir qué leemos, cómo leemos y por qué leemos. Y esto nos lleva a la cuestión del canon. El canon es la tradición literaria de una cultura y de una lengua, decantada por el tiempo y por la prescripción de laauctoritas. Es decir, una especie de top ten de los textos literarios sobre los que se ha producido un “efecto colador” que ha lanzado al fregadero una parte, la mayor, y ha conservado otra, la menor. Naturalmente, sobre el canon actúan factores extraliterarios, ideológicos –que muchas veces son determinantes– o fruto de modas y convenciones sociales. Por eso el canon ha sido muy contestado desde los años 70 y, sin duda, con justicia. El canon es “tradicional”, no puede evitarlo, acepta pocos “huésped” nuevos, no suele echar a ninguno de los residentes con derechos adquiridos y, como decían las feministas americanas de los años 70, está lleno de textos “de hombres blancos muertos ”. Sin embargo, podríamos preguntarnos si una persona que ha terminado el bachillerato puede ir por el mundo convencido de que Dante Alighieri es un futbolista de la Juve, por ejemplo.

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Privar al alumnado, especialmente al alumnado de un origen social precario, que no lleva de casa cuyo “capital cultural incorporado” hablaba Pierre Bourdieu, de la posibilidad de hacer una lectura guiada del Tirando lo Blanco, de La plaza del Diamante, de La casa de Bernarda Alba o de la prodigiosa recopilación de cuentos de Ana María Matute Los niños tontos, algunas de las lecturas de los últimos años,es, en mi opinión, una manera de hacer más ancha la brecha social y que no haya cohortes de alumnado que se reconozcan en unas lecturas comunes, algo grave, porque las lecturas prescritas también crean “comunidad”, como bien sabe la generación que leyó el Mecanoscrito del segundo origen, por ejemplo. Esta nueva decisión, tomada quizá (creo que soy una malpensada vocacional) con la oscura intención de que no trascienda la triste situación de la competencia de lectura, tan descascarada que ya no les permite seguir estos textos, me parece una aberración que remacha clave de un largo proceso de desprecio de la literatura que le ha reducido a mero complemento de las clases de lengua.

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El profesor y crítico literario Harold Bloom, grandísimo lector, que en los años 90, herido porque según él “su” Shakespeare era arrinconado en Yale, su universidad, escribió El canon occidental para defender una forma de entender la literatura y de leer. En otro texto posterior, Cómo leer y por qué (2000), que me parece aún más interesante, dice que leer los textos del canon es “la búsqueda del difícil placer”. ¿Tan mala opinión tenemos de la juventud que consideramos que no son capaces de disfrutar de ese “placer difícil”? En el mismo libro, Bloom se pregunta: "Tenemos a nuestro alcance una cantidad interminable de información, pero ¿dónde encontramos la sabiduría?" ¿Es necesario que en medio de un diluvio de información fake, sesgada o fabricada por una IA, ¿privamos al alumnado de un camino para acceder a alguna forma de sabiduría y de pensamiento sólido como lo que estas lecturas ofrecen?