Ante el dolor de Adania Shibli

En la novela de Adania Shibli Thafsir Thanawi (Un detalle menor en la traducción de Salvador Peña en Hoja de Lata) hay dos narraciones: una está situada en 1949, cuando una unidad militar israelí viola en grupo a una beduina en su campamento en medio del desierto; otra es la investigación que lleva a cabo una mujer palestina en el presente sobre los hechos relatados en la primera historia. Es un libro que muestra la imposibilidad de reconstruir el pasado cuando el pasado ha sido arrasado por los conquistadores que han ocupado un territorio. Que la protagonista del presente se centre en una violación es pertinente e importante. En las guerras hay muchas formas de aniquilar al enemigo y, aunque las mujeres no suelen formar parte del combate, se ejerce sobre ellas una violencia específica, la sexual, que tiene efectos devastadores. Fueron las supervivientes de la guerra de la antigua Yugoslavia las que consiguieron que la violación fuera reconocida como arma de guerra por el derecho internacional.

Las violaciones bélicas son lo más parecido a arrasar la tierra y cubrirla de sal: no solo infligen un dolor terrible a cada una de las víctimas, una a una, sino que tienen efectos para el grupo al que pertenecen, son una mina que estalla en distintas direcciones. Las chicas que fueron secuestradas por Boko Haram y regresaron, por ejemplo, después fueron repudiadas por sus familias. Una violación es una marca de hierro al rojo vivo con la intención de estigmatizar a la víctima de por vida. Cuando nacen hijos sitúa a la madre y al grupo en un callejón sin salida moral difícil de resolver porque los verdugos se infiltran en su intimidad más profunda.

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La novela de Shibli, que leí tras la vergonzosa cancelación que sufrió en Frankfurt, exuda la imposibilidad de acceder al lenguaje y a la memoria cuando la única vía que conduce a ellos transcurre por territorios ocupados. La mujer que investiga en el presente debe traspasar los terroríficos controles que los israelíes imponen a los palestinos en su día a día, pero también debe sobreponerse al muro de la memoria secuestrada por el ocupante, contenida en sus archivos y museos y con sus palabras. La memoria que repite a menudo que antes de la ocupación en Israel no había nadie. En el texto cargado de belleza que tuvimos la suerte de leer en este diario, la autora rompía su largo silencio tras la decisión de posponer la entrega de su premio para expresar uno de los miedos más terribles y universales que nos asolan en momentos en que los hechos sobrepasan todo lo que podemos llegar a entender: la posibilidad de quedarnos sin palabras ante la barbarie. Al fin y al cabo, el lenguaje es una poderosa arma de resistencia: mientras pueda decir lo que ocurre, mientras pueda ordenar los hechos con elaboración verbal, mientras pueda escribir, la existencia tendrá sentido. Nombrar los hechos con palabras propias es una forma de protegernos y defendernos de la locura que nos imponen los delirantes con ansias destructoras.

Que la organización que tenía que darle el premio a Adania Shibli se echara atrás mientras la propia Feria de Frankfurt decidía programar más actos protagonizados por autores israelíes y judíos demuestra que la literatura también es una cuestión de poder y que quien lo tiene puede decidir cuál es el lenguaje que se impone. Pero no somos pocos los que creemos –quizás ingenuamente, pero no nos queda más remedio si no queremos caer en el cinismo impotente– que no podemos permitirnos perder las palabras que nos son propias. Incluso si las historias que queremos contar no constan en las bibliotecas ni en los museos y han sido tergiversadas en archivos y documentos. Cuando a un pueblo se le ha arrasado incluso la memoria, la imaginación literaria se convierte en la más potente de las armas.