Draghi, el archiduque y los sacerdotes egipcios

El pasado mes, Mario Draghi, el antiguo presidente del Banco Central Europeo (BCE), hizo público el informe sobre la competitividad y la productividad europeas que había preparado por encargo de la presidenta de la Comisión Europea. Más allá de los interrogantes que plantean sus análisis y recomendaciones (porque no sabemos si van a conseguir generar respuestas efectivas), el informe Draghi debe ser saludado por un doble motivo. En primer lugar porque identifica y describe muy bien nuestros problemas esenciales. Pone en concreto el dedo en la llaga sobre el retraso tecnológico europeo en una serie de áreas clave, y de las pésimas consecuencias potenciales de estos déficits, en un panorama geopolítico muy violento y degradado.

En segundo lugar, y no menos importante, porque el informe está escrito sin tapujos, con un lenguaje directo y comprensible, muy alejado del estilo complicado y críptico tan habitual en los textos de las instituciones europeas. De forma indirecta pero clara, Mario Draghi pone al descubierto el estilo de muchas vacas sagradas de Bruselas. Lo hace simplemente, con un sencillo ejercicio de hablar claro (el "parler vrai" de estadistas como Mendès-France o Delors, a los que tanta gente apreció por el simple hecho de que los entendían). El lenguaje de Draghi está en las antípodas del bruselés, pesado e incomprensible, que tanto daño ha hecho en la causa europea. La UE se ha ido especializando, a lo largo de los años, en una literatura oficial prolija y nefasta, que oscila entre la insipidez, la retórica más o menos triunfalista y un cierto sadismo en la multiplicación minorista y exigente de procesos, reglamentaciones y requerimientos.

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Es una cuestión que, en contra de lo que puede pensarse a primera vista, no es menor. Tiene una extraordinaria importancia política. En muy buena medida, el ascenso actual de los populismos se debe a que sus exponentes (de Trump a Orbán, pasando por toda la trepa) hacen gala de "decir las cosas por su nombre", frente a las castas que usan unos lenguajes deliberadamente incomprensibles. Los populistas se aprovechan de un problema que lamentablemente es muy real (la tendencia de las élites a usar jergas oscuras), y que en Bruselas ha hecho estragos durante demasiados años.

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El problema viene de lejos. A uno de los que por primera vez oí hablar con dureza contra los efectos nefastos del bruselés empleado en las instituciones europeas fue a una alteza imperial y real. Hace años, en el Parlamento Europeo, me tocó asistir a una comida con el archiduque Otón de Habsburgo-Lorena, primogénito de Carlos I, el último emperador de Austria y rey ​​de Hungría, que abdicó en 1919. Yo estaba un poco impresionado y no sabía si, como catalán, me tocaba rendirle cumplimiento o hacerle algún reproche, teniendo en cuenta que su familia nos había dejado plantados en 1714.

Me encontré ante un señor pequeño y gentil, de una discreción casi tímida, que cuando me presenté ("Soy un diputado austriacista de Barcelona", le dije) pareció medio excusarse con una sonrisa y unas cuantas palabras en catalán. Aunque era un políglota impresionante, aquellas nociones de nuestra lengua no le venían, me dijo irónicamente, de la tradición familiar, sino del hecho de que una hija suya vivía en "un castillo pequeñito" de Cataluña, donde él y su mujer pasaban vacaciones (si no me equivoco, el castillo de la Ràpita, en Vallfogona de Balaguer).

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Siendo el heredero del Imperio Austrohúngaro, Otón de Habsburgo renunció de joven, sensatamente, a toda pretensión dinástica, y se convirtió en un conocido escritor y político europeo, ferviente federalista y muy respetado. Su familia, detestada por los nazis (se habían opuesto al Anschluss, en 1938), vivió exiliada en varios países. Él fue diputado popular (cuando esto quería decir democristiano) en el Parlamento Europeo, creo que por Baviera, durante más de veinte años, de 1977 a 1999. André Malraux decía de Otón de Habsburgo que era "un hombre de antes- de ayer que comprende el pasado mañana". El archiduque respondía con cortesía que la fórmula se ajustaba más bien a la figura del general De Gaulle. El federalista Otón de Habsburgo decía que De Gaulle no era un "federalista" de doctrina, pero había sido un gran "federador" francés y europeo ("En ningún caso un euroescéptico, ¡cómo se ha dicho!", se exclamaba) , porque primero unió la Resistencia francesa contra Hitler y luego sentó las bases del entendimiento histórico de Francia con Alemania. "Por Europa, De Gaulle hizo más que sus contemporáneos", decía el archiduque.

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Una cosa es cierta: a ambos les repugnaba el bruselés, la jerga tecnoburocrática europea. Es una lengua, decía el archiduque, "que nadie entiende", usada en beneficio propio por los que llamaba "europeos de oficio". Comparaba los eurócratas a los sacerdotes del Antiguo Egipto: "Poca gente sabe que habían desarrollado una lengua que sólo ellos podían entender. Si alguien que no pertenecía a su casta expresaba el deseo de aprenderla, era ejecutado de inmediato. Así es cómo los sacerdotes pudieron mantenerse en el poder a lo largo de los siglos". Ahora, cuando el destino de Europa se va haciendo tan crítico, la cuestión del lenguaje es casi tan crucial como la de las políticas a emprender. Los europeístas necesitamos más que nunca hablar sin tapujos, decir clara nuestra verdad.