Primero fue el Reino Unido de Sunak con su centro para solicitantes de asilo en Ruanda. Luego la Italia de Meloni con un centro en Albania. Desde mayo de este año, se han sumado diecisiete estados europeos que, pidiendo soluciones “innovadoras” y “cambios de paradigma”, apuntan en la misma dirección. Hace pocos días lo hacía también la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, proponiendo la creación de "dispositivos de retorno" fuera de la Unión Europea. ¿Por qué tanta adhesión a unos centros que están condenados al fracaso?
El primer despropósito está en el coste. Según el diario italiano La Repubblica, el centro de Albania cuesta 297 euros al día por cada solicitante de asilo, es decir, casi 10 veces más que si la recepción se hiciera en Italia (que costaría 35 euros). Se calcula una inversión de 800 millones en los próximos cinco años. Las cifras también eran astronómicas en el caso del centro británico en Ruanda: además de los 370 millones de libras para su construcción, el coste ascendía a 20.000 libras por persona deportada. En conjunto, la BBC calculaba que la deportación aumentaría su coste total en 63.000 libras por persona.
El segundo impedimento es legal. El pasado viernes un tribunal de Roma ordenó el retorno inmediato de las doce personas detenidas en el centro de Albania por ser originarias de países que, según el Tribunal de Justicia de la UE, no son seguros. En la práctica, esto significa que no se les pueden aplicar los protocolos rápidos de asilo y expulsión que Italia pretende desplegar en Albania. La justicia británica también paralizó la entrada en vigor del centro en Ruanda. En noviembre de 2023, el Tribunal Supremo dictaminaba por unanimidad que el plan era ilegal porque los “refugiados genuinos” corrían el peligro de ser devueltos a sus países de origen.
El tercer problema es de eficiencia. Aunque estos centros se presentan como un medio para reducir la inmigración irregular, los números no pueden ser más anecdóticos. Este primer intento de Meloni también lo ilustra. De un grupo inicial de 85 personas, solo dieciséis fueron deportadas a Albania. Según el acuerdo entre Italia y Albania, los procedimientos acelerados en frontera solo pueden aplicarse a hombres solos no vulnerables procedentes de países seguros. Sin embargo, la mayoría de los que se dirigen a Italia o son menores o son mujeres o son familias o son vulnerables. Mientras se desplegaba todo ese gran dispositivo solo para dieciséis personas (que terminaron siendo doce, porque al final dos resultaron ser menores y dos vulnerables), más de mil personas desembarcaban en la isla de Lampedusa. Los números hablan por sí solos.
La cuarta limitación es de resultados finales. Una vez en Albania y resueltas sus solicitudes de asilo, ¿qué pasaría con todos aquellos que finalmente no son reconocidos como refugiados? La propuesta no prevé más que su deportación, que es responsabilidad de las autoridades italianas. Pero sabemos que en la Unión Europea la mayoría de quienes reciben una orden de expulsión (70-80%) no son finalmente deportados. La explicación recae sobre todo en las reticencias de los países de origen y tránsito. Recordemos –la UE lo olvida con frecuencia– que el retorno no es posible sin la aceptación expresa caso por caso de los gobiernos de estos países. Y normalmente no suelen hacerlo, puesto que el coste político no es menor.
Volviendo a la pregunta inicial, si lo que se propone es caro, ilegal, ineficiente y susceptible de acabar en nada, entonces ¿por qué estos centros parecen estar convirtiéndose en el nuevo leitmotiv de las políticas migratorias europeas? La respuesta no puede ser más que una: porque sus objetivos son otros. De puertas para afuera, estas políticas pretenden desincentivar nuevas salidas. La lógica es la siguiente: si saben que no serán bienvenidos, que serán deportados y finalmente devueltos, ¿para qué salir? Más allá de si este argumento funciona en contextos en los que la emigración es la única alternativa, este tipo de políticas llevan a una competencia entre países vecinos por tener las políticas más duras y, así, dejar de estar entre los destinos preferentes. Es un elemento más de discordia en una Unión Europea que o tiene unas políticas migratorias comunes o no será.
De puertas para adentro, esta política pretende poner en cuestión el marco legal. La discusión ya no es entre la extrema derecha y el resto de fuerzas políticas. La diferencia entre unos partidos y otros, en materia de inmigración, es cada vez más insignificante. La gran disputa ahora es entre política y estado de derecho. Y la pregunta es inevitable: ¿será el estado de derecho lo suficientemente fuerte para parar los despropósitos de la política? ¿O de lo que se trata es de poner contra las cuerdas el estado de derecho, buscando las grietas, desprestigiando a los tribunales de justicia y apelando a cambios legislativos, que les afectarán a ellos primero, pero nos acabarán afectando a todos después?