La ruta migratoria más peligrosa de Europa: "Una cosa es verlo en la tele y otra en persona"
El ARA viaja a la isla de El Hierro y en tres días llegan más migrantes que habitantes tiene el pueblo donde desembarcan la mayoría de pateras
La Restinga / San Cristóbal de la Laguna"Inmigrante L8". Esto es lo que pone en la lápida. Murió el 21 de enero de este año. No se conoce su nombre, ni su apellido, ni su procedencia. Un pequeño ramo adorna la sepultura. Alguien ha puesto flores, a pesar de no saber quién era. Los migrantes, cuando llegan a las islas Canarias, no tienen identidad. Se les asigna un número y una letra.
En el cementerio del pequeño pueblo de El Pinar, en la isla de El Hierro, hay hasta 31 sepulturas de migrantes, y el Ayuntamiento quiere construir otros 152 nichos porque el goteo de muertos no cesa. Las islas Canarias se han convertido en la ruta migratoria más peligrosa de Europa. Este año han llegado 493 cayucos y un total de 32.878 migrantes, según datos del ministerio de Interior correspondientes al 15 de octubre. Más de la mitad de esas personas desembarcaron en El Hierro, una isla minúscula de poco más de 11.000 habitantes, la situada más al sur del archipiélago, que se ha adaptado a esta situación a marchas forzadas.
El hospital Nuestra Señora de los Reyes, el único que existe en la isla, sólo tiene 31 camas. En los últimos meses el salón de actos se ha reconvertido en una habitación, se han colocado una decena de camillas más en urgencias y una carpa en el exterior. También se han pedido refuerzos médicos a los hospitales de las otras islas.
"Me considero fuerte y nada sentimentalista, pero no he podido evitar llorar", confiesa el director médico del hospital, Luis González García. Según dice, nunca antes había visto cosas tan tremendas: personas que llegan con rabdomiólisis, es decir, destrucción muscular por estar sentadas en la misma posición durante días. O con una patología que se ha bautizado con el nombre de "pie de patera". Los migrantes pasan días con los pies metidos en agua salada que se acumula dentro de la embarcación y que se mezcla con gasolina y con sus propias heces y orina. Esto hace que los pies se hinchen y se formen llagas, que se pueden infectar y causar la muerte. Así de bestia.
Eso es lo que le pasó a Gris, que tiene 35 años, es de Senegal y estuvo siete días en una patera. Lleva el pie izquierdo vendado y todavía camina con muletas, a pesar de que ya hace un mes y medio que está ingresado en el hospital. En el móvil guarda una foto de cómo tenía el pie cuando llegó: en carne viva. Se le cayó toda la piel.
En cambio, Alí, de 34 años y de Gambia, tiene llagas en las nalgas. Se abre la bata del hospital por detrás y las muestra sin rubor. Él estuvo ocho días en cayuco con otras 138 personas. Y pagó 100.000 dalásis gambianos (unos 1.300 euros) por embarcarse. “Mi padre tuvo que vender un trozo de tierra para conseguir el dinero”.
La mayoría de pateras son barcas de pesca artesanales que zarpan de Mauritania o Senegal. Eso quiere decir que recorren entre 400 y 800 millas hasta llegar a aguas jurisdiccionales españolas, según calcula Manuel Capa, delegado de CGT en Salvamento Marítimo. O sea, entre 640 y 1.280 kilómetros. El trayecto puede durar de ocho a doce días.
La Agencia Europea de Guardia de Fronteras y Costas (Frontex) tiene 60 agentes en las Canarias para ayudar a registrar a los migrantes que llegan, pero no dispone de patrullas en aguas senegalesas o mauritanas para evitar la salida de los cayucos, porque básicamente no existe un acuerdo para ello con esos países, aclara al ARA su portavoz, Chris Borowski. Cuando las embarcaciones entran en aguas españolas, lógicamente no hay más remedio que auxiliarlas.
A pesar de la llegada constante de cayucos, no se ven migrantes por la calle en la isla de El Hierro. Solamente en su capital, Valverde, grupos de menores subsaharianos se pasean por la tarde o matan el tiempo jugando a fútbol. Esos menores, que llegan solos, sin familia, dependen del gobierno canario, mientras que el español se hace cargo de los migrantes adultos. Y de eso se queja precisamente el ejecutivo de Canarias: ya no puede acoger a más menores extranjeros no acompañados. En la actualidad tutela a unos 5.600, más del doble de los que, por ejemplo, hay en Cataluña: 2.347, según datos del departamento de Derechos Sociales.
En julio, Junts, el PP y Vox se opusieron a la reforma de la ley de extranjería para un reparto equilibrado de los menores entre las diferentes comunidades autónomas. Sin embargo, sí se llegó a un acuerdo para el traslado puntual de unos 300 menores con el objetivo de aligerar un poco la situación en las Canarias. A la práctica, sin embargo, no ha cambiado nada. “De los 300 acordados, solo se han trasladado 37”, asegura el viceconsejero canario de Bienestar Social, Francisco Clavijo, que insiste que están desbordados. En el puerto de Arrecife, en Lanzarote, incluso han montado una carpa para atender nuevas llegadas.
Son casi las diez y media de la noche y el personal de Salvamento Marítimo y Cruz Roja ayudan a desembarcar a los migrantes de un cayuco en el puerto de La Restinga, el situado más al sur de la isla de El Hierro. La Restinga es un pequeño pueblo de pescadores de unos 560 habitantes. El puerto está justo delante del paseo marítimo, y muchos curiosos graban la escena con sus móviles.
Algunos migrantes son sacados de la patera casi a rastras. Apenas pueden caminar, parece que tengan el cuerpo de trapo. En el cayuco van 76 personas, entre ellas una familia afgana que ha recorrido casi medio hemisferio en su periplo. Ese mismo día por la mañana, otra patera con 159 migrantes desembarcó en La Restinga. Y el día anterior, 111 más. Y el anterior, 293. En tres días, más migrantes de los habitantes que tiene el pueblo. Entre septiembre y diciembre, el mar en las Canarias está especialmente calmado y eso favorece la llegada de pateras.
Al día siguiente por la mañana, la Salvamar Adhara y la Guardamar Talia siguen haciendo guardia en el puerto para atender otra posible emergencia. Antes, en La Restinga, sólo había una única embarcación de Salvamento Marítimo, pero se ha reforzado la flota después de que uno cayuco naufragara a pocos kilómetros de la costa el pasado 28 de septiembre. A pesar de eso, el representante sindical Manuel Capa asegura que así no pueden continuar: “Hacemos turnos de 24 horas durante un mínimo de siete días seguidos. En condiciones normales es asumible, pero con tantas salidas no podemos tener nuestras facultades al cien por cien”.
También en el puerto, operarios subcontratados por la empresa Tragsa trabajan en el desguace de los cayucos. “Hay que tener estómago para meterte aquí dentro y sacar lo que hay. Me he encontrado hasta excrementos”, masculla uno de ellos, mientras vacía una patera de todas las pertenencias de los migrantes para meterlas en sacas para tirar. Las embarcaciones son destruidas después con motosierras.
La Restinga es un destino turístico para bucear. Por el muelle pasan extranjeros enfundados en neoprenos sin hacer mucho caso a lo que allí pasa. De fondo, suena el ruido de las motosierras, que se oye en buena parte del pueblo. “Ese ruido sí que es un problema, porque espanta a los turistas”, opina Davinia, que trabaja en el hotel Sur Restinga. Por el resto, dice que se han acostumbrado a la llegada de los cayucos y que a los migrantes ni los ven.
Los migrantes son trasladados en autocares al norte de la isla, a un Centro de Atención Temporal de Extranjeros (CATE). Se trata de un terreno vallado en medio de la nada, a las afueras del pueblo de San Andrés, donde hay carpas y contenedores metálicos. Allí un grupo de 43 voluntarios hacen turnos para atenderles. Se hacen llamar Corazón Naranja. “Una cosa es verlo en la TV y otra en persona”, afirma Francis Mendoza, su presidente, para justificar que dedique tantas horas de forma altruista a ayudar a los que allí llegan..
En el CATE la Policía Nacional identifica a los migrantes y les notifica “un acuerdo de devolución”. “Tienen que tener asistencia jurídica. Estamos en un estado de derecho”, recuerda Antonio Pérez Socorro, que es uno de los abogados del turno de oficio de extranjería que se ha trasladado desde Tenerife a El Hierro para asistirlos. Él también tiene su propia queja: el gobierno canario no paga desde abril a los abogados de oficio ni sus honorarios ni lo que les cuesta viajar a El Hierro.
“Los inmigrantes firman la notificación conforme han recibido el acuerdo de devolución y aceptan la asistencia letrada de oficio. Entonces después, nosotros, los abogados, presentamos un recurso de alzada contra la administración, que tiene un máximo de tres meses para contestar. Hasta que no haya una resolución firme, no los puede devolver. Además, después podemos ir por la vía judicial y presentar una demanda contencioso administrativa”. En resumidas cuentas, todo el proceso dura meses. El letrado admite que asiste a los inmigrante sin tan siquiera entrevistarse antes con ellos, y después no los vuelve a ver.
Según la legislación, los migrantes solo pueden estar encerrados en el CATE un máximo de 72 horas. Así que en cuanto se hace este trámite, son trasladados en barco a la isla de Tenerife. Allí se alojan en Las Raíces, un centro de atención de emergencia que gestiona la asociación Accem. Se trata de un antiguo cuartel militar situado en un bosque de eucaliptos al lado del aeropuerto Tenerife Norte, donde enseguida bajan las temperaturas. Los migrantes pueden salir de allí cuando quieran, y es fácil verlos caminando por el arcén de la carretera para ir al centro urbano de San Cristóbal de la Laguna, a más 4 kilómetros de distancia.
En las Raíces hay en la actualidad unos 2.900 migrantes, pero el centro tiene capacidad para 3.400 personas. Lógicamente un lugar con tanta gente y en unas instalaciones obsoletas no puede ser el mejor del mundo. Los migrantes se quejan que duermen en carpas donde entra el agua cuando llueve, o que la comida es incomestible. “Nos la comemos, porque no tenemos dinero para comprar otra cosa”, admite Moru, de Gambia, y que dice tener 16 años. Pero sobre todo les fastidia no saber cuánto tiempo van a estar allí, ni qué va a ser de su futuro, ni cuándo podrán trabajar para enviar dinero a su familia.
Muchos vecinos les llevan ropa o comida. Quienes viven cerca aseguran que los migrantes no les generan ningún problema. “El único inconveniente es que, cuando oscurece, vienen por aquí hombres y mujeres depravados que les ofrecen dinero a cambio de sexo”, dice el propietario del restaurante Rincón Gomero, situado a pocos metros. Se aprovechan de su desesperación.
Para evitar que el centro se llene, los migrantes son trasladados a la península. De hecho, unos 29.000 de los 32.878 que han llegado a las Canarias este año han sido transferidos, según fuentes del ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones. Por su parte, el ministerio de Interior afirma que no tiene datos disponibles sobre devoluciones este año. En 2023 hizo 2.760. De todas maneras, España no dispone de convenios de devolución con Malí o Senegal, que son los países de procedencia de la mayoría de los migrantes que llegan. ¿Qué ocurre entonces con todas estas personas cuando son trasladadas a la península?
“Normalmente están en centros de acogida humanitaria durante unos 30 días, y después se encuentran en situaciones de vulnerabilidad grave. Se buscan la vida en el campo o en la venta ambulante, hasta que pueden regularizar su situación por arraigo [es decir, tras tres años]”, contesta Diego Boza, subdirector del Observatorio de Derecho Público de la Universidad de Barcelona. Según Boza, existe un doble rasero sobre la inmigración en función de su procedencia: “A los venezolanos y a los ucranianos, no les ponemos pegas. En cambio, a los senegaleses y a los malienses, sí. Más de 40.000 venezolanos recibieron asilo en España el año pasado. En Senegal hay una situación de inestabilidad política como en Venezuela. Y en Mali, un conflicto como en Ucrania”, destaca.
Pedir asilo en una embajada tampoco es posible. Y conseguir un visado de trabajo, aún menos. “Hay muy pocos mecanismos de este tipo. Por ejemplo, el que existe para las mujeres marroquíes que vienen a recoger la fresa. Si hubiera vías alternativas, la gente lo probaría un año, otro y otro hasta conseguirlo, pero no se jugaría la vida”, asegura. Ahora su única opción es echarse al mar.