Elogio del ladrón de peras

El orden natural de las cosas implica la existencia del ladrón de peras. Sin él la realidad se degrada en trivialidad y el absurdo se impone como norma. Quede claro que estoy pensando en un niño de pueblo, amante furtivo de los frutos del peral propiedad de un viejo cascarrabias, lanzador de improperios y exabruptos, con boina calada y bastón. Estoy hablando de la emoción de hurtar sigilosamente una pera prohibida, porque sólo hay aventura genuina si existe peligro real.

El verano de 1990 estaba pasando unos días con mi familia en la Vega de Pas, en Cantabria, en uno de esos pueblos montañosos de casas diseminadas cuyo centro es una iglesia humilde y, habitualmente, un local que hace, a la vez , de estanco, correos, panadería, carnicería, droguería, ferretería... y bar.

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Junto a la entrada, cuatro hombres de edad avanzada jugaban en el dominó. Nosotros, junto a él, bebíamos un refresco. Media docena de niñas, de unos diez años, entraron en el local a comprar golosinas. Al oír lo que querían, uno de los viejos se levantó de la silla y con una voz grave y dolida espetó: "¡Esto no puede ser!" Todos nos giramos hacia él. Después de unos segundos de silencio, añadió, señalando a las niñas. “Miradlas, gastándose el dinero para llevarse el estómago, ¡cuándo deberían estar robándome las peras!” Entonces se dirigió a sus compañeros de juego: “Y lo peor de todo es que yo debería estar en el huerto vigilando mis perales y tengo que pasar las tardes aquí, jugando al dominó, ¡que no me gusta nada!”

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Las niñas se fueron con los bolsillos llenos de golosinas y yo entendí que había asistido al inicio de la decadencia de la civilización occidental, cuyos testigos irrefutables son las rodillas impolutas de nuestros niños. Unas rodillas sin heridas son impropios de una vida infantil.

Si “un petirrojo en una jaula enfurece todo el cielo” (William Blake), unas rodillas infantiles impolutas enfurecen la lógica vital.

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Ser niño es básicamente disponer de mucha más energía que sentido común para gestionarla. Esta diferencia entre la energía y el sentido común encontraba su lenguaje preciso en las rodillas de los niños. La infancia ha sido tradicionalmente la época de las travesuras, de las malezas aventureras, de la exploración apasionada del mundo circundante; la época, en definitiva, en la que una pera aún verde colgada de la rama más inaccesible de un peral ajeno era infinitamente más sabrosa que cualquiera de las peras en sazón compradas con cuidado por nuestra madre.

Cuando los niños tenían infancia, el mundo se les ofrecía como una tentación apasionante, atrayente y misteriosa donde era posible eludir la supervisión directa de los adultos para lanzarse alborodamente a la experiencia de la vida palpitante. Los niños subían a los árboles en busca de nidos y volvían a casa con las rodillas picadas, las manos sucias, la cara quemada por el sol y un boquete en el pantalón. Como en aquel tiempo los niños tenían pocos –dos, o como máximo, tres– pantalones, presentarse ante la madre con un pantalón rasgado significaba someterse a su meticuloso escrutinio. Para controlar en lo posible los daños potenciales, de vuelta a casa había que afinar al máximo el pensamiento estratégico para explicar las contusiones y moraduras del cuerpo y el agujero de la ropa.

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Había que disponer de respuestas verosímiles para hacer frente a las preguntas previsibles: “¿Por qué has subido al árbol, si sabías que era peligroso? ¿No lo habrás hecho porque lo hacen los demás, porque si los demás se tiran por la ventana…?” El niño con infancia bien sabía de los peligros de las ramas más delgadas, del riesgo de bañarse en aquella zona del río, de correr imprudentemente y sin temor por la montaña, y, especialmente, era consciente de los peligros de seguir impulsivamente las propuestas aventureras del más atrevido del grupo... pero había en aquellas propuestas una invitación irresistible a dejarse llevar por la energía estallante de la propia biología.

Y así el niño con infancia iba descubriendo la realidad del mundo y la crónica diaria de su impulsividad la llevaba escrita, herida sobre herida, en las rodillas, credencial honorable que tenía vida.

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No dejo de repetirlo: la sobreprotección es una forma de maltrato. No tenemos suficiente envolviendo al niño con algodones para que no se arañe con las aristas de la realidad y limitamos severamente su autonomía impidiéndole que se mueva libremente en espacios amplios que no estén directamente supervisados ​​por un adulto.

Ahora el pensamiento estratégico, reducido a competencia educativa, se enseña en las aulas.