El episodio Francisco
1- Empatía. El éxito del papa Francisco enlaza con los desajustes del momento presente. Primer pontífice americano, venía de lejos y quiso marca distancias con la curia romana, aquellos que se creen propietarios del negocio y recurren a los más gastados modelos de poder para seguir compitiendo por la hegemonía de la representación de Dios entre los cristianos. Pese a que su trayectoria venía de los sectores más conservadores de la Iglesia argentina, Bergoglio captó la necesidad de acercarse a la gente, de mirar a los feligreses y no solo a la curia, guardiana de unos modos y maneras cada vez más desgastados y alejados de la calle. Su aportación la expresa su cara: ha sido un rostro que inspiraba más complicidad, más acompañamiento que intransigencia y que buscaba el encuentro con la gente por la vía de sus preocupaciones más que por la trascendencia de los valores superiores del creyente. Es la clave de su éxito –que hace que hoy se lo despida pensando en sus formas de proximidad, mucho más que en el adoctrinamiento y la promesa.
Un Papa afable. Que por esta vía ha tapado sangrías de la Iglesia después de los inefables mandatos del papa Wojtyla y del papa Ratzinger. Benedicto XVI, un intelectual en un lugar inadecuado, con su alejamiento del mundo, desde la galería suprema de los principios, quedó tan descolocado que se fue sin permitir que fuera la muerte –la salida de ese mundo– el fin natural de su mandato. El papa Francisco aprendió la lección, mirando a la gente a la cara, marcando distancias con la curia romana, los autoproclamados ministros de Dios, ese núcleo de ideólogos sin atributos precisos que se aferran a la ortodoxia, al secretismo y a una idea burocrática de la fe y su administración. Y ha hecho de la comprensión hacia los pecadores, de la preocupación por las personas, la forma de estar en el mundo. Y le ha funcionado: le ha dado reconocimiento.
2- Paréntesis. ¿Habrá logrado cambiar la Iglesia? No forzosamente, él ya no está, el episodio ha terminado y lo más probable –lo veremos en el cónclave que elegirá a su sucesor– es que se vuelva al punto de siempre: la distancia, el misterio, la promesa y la coreografía de la revelación, para seguir propagando el temor de Dios. El papa Francisco habrá sido un paréntesis: un personaje que ha querido ganarse a la gente, humanizando a la Iglesia, jugando a la simpatía y la proximidad, pero que difícilmente habrá cambiado nada de fondo en una institución tan rígida controlada por una minoría –los cardenales– que se reproduce a sí misma, con profundas inercias conservadoras. Un cónclave en pleno trumpismo, Dios coja a los cristianos confesados.
La empatía ha hecho de Bergoglio un personaje. Venido de fuera del núcleo dirigente romano, encontró la forma adecuada de comunicarse, de abrir vías hacia la gente, desde un mundo bastante cerrado. Con estilo respetuoso, acercándose incluso a los estigmatizados como pecadores: "Si una persona gay busca al Señor con buena voluntad, ¿quién soy yo para juzgarlo?". Sin dejar de señalar las distancias, iba dando muestras de reconocimiento. Aunque a veces se le iba la palabra en los ejemplos: "Las mujeres son como las fresas del pastel, hacen falta más", sin que la grosería fuera acompañada de ninguna propuesta de incorporación a la columna vertebral de la institución, el sacerdocio, construida solo con machos. En los tiempos que corren, no se puede evitar recordar que, en la toma de posesión de Trump, la única voz disidente que descolocó al presidente fue Mariann Edgar Budde, una obispa protestante, pidiendo consideración por los emigrantes y por los +LGTB.
Conclusión: Bergoglio, un personaje afable en la comunicación, con una mirada despierta y poco agresiva, se va dejando una imagen de empatía y respeto, insuficiente para cambiar las miserias estructurales de una institución que niega a las mujeres el poder y el reconocimiento que se da a los hombres. Es inmoral. Y a pesar de las formas amables del papa Francisco, ni la Iglesia ha cambiado ni hay señal alguna para pensar que pueda cambiar.