En las avenidas de Nueva York más tenderas hay unas cuantas plantas bajas para alquilar. Quizá lo haga el alquiler que piden, pero, indiscutiblemente, la clientela ha cambiado de trayecto. Ya no tiene la necesidad de mirar a los escaparates para estar al caso de las novedades ni para saber si todavía quedan zapatillas por correr del treinta y nueve. Y si tuviera en la necesidad, quizás tampoco se miraría mucho a los escaparates, porque entre la vida real y el móvil gana el móvil. O sea que una de las consecuencias de no levantar cabeza de las pantallas es que ya no vemos las tiendas. Y todo se contagia. Sentido en unos almacenes de electrónica de consumo: “No sé si nos quedan. Mírelo en la web”. Los escaparatistas trabajan para las marcas de lujo.
Debido a que Donald Trump es un boomer temprano, todavía utiliza reclamos analógicos. En el edificio que lleva su apellido hay un letrero que dice: “Directorio. Planta Baja: Tienda Trump, Café Trump, Pastelería Trump y Restaurant Trump”. La capacidad para la autoparodia es un rasgo del carácter que se tiene o no, y Trump lo tiene y, además, se nota que le ha dedicado horas. Tiene más efecto este directorio que el retrato oficial en blanco y negro, que también tiene colgado, con cara de milhombres.
Un poco más arriba, en todos los sentidos está el elegantísimo edificio de la Ópera de Nueva York. En el vestíbulo del primer piso están expuestos los trajes que Victoria dels Àngels llevó puestos para interpretar su papel en La boda de Fígaro y Madama Butterfly. Es un orgullo ver cómo todavía la recuerdan, más de medio siglo después. Y un poco más abajo, un escaparate que sí levanta la cabeza. Dice “Nuestra camiseta, nuestra pasión”, y hay una foto gigante de Messi vestido de color rosa. Si acaso, ésta que no la expongan, dentro de cincuenta años.