La España de los secretos y la desmemoria
El hecho de que, todavía hoy, la ley de secretos oficiales española sea la franquista (¡de 1968!) ya denota la precariedad democrática en la que hemos vivido todos estos años. ¿Cómo puede ser que hayan pasado más de cuatro décadas y todavía estemos así, con una normativa concebida por la dictadura? Cuesta poco pensar mal. Demasiada opacidad para esconder vergüenzas pasadas y no tan pasadas. Cualquier democracia avanzada tiene como prioridad la transparencia hacia la ciudadanía, es decir, aspira a minimizar el alcance cuantitativo y temporal de los secretos oficiales, que al fin y al cabo son la cara oscura del deep state.
Esta ley ha sido, durante años, un auténtico muro para historiadores o investigadores. Ha sido, de hecho, un pilar del pacto de silencio de la Transición para evitar destapar las miserias de la dictadura. España no es que no se haya atrevido a mirar atrás con libertad, sino que en la práctica literalmente se lo ha prohibido. Y lo peor es que este espíritu secretista, proclive a generar impunidades, se ha mantenido en democracia hasta hoy.
El escándalo del espionaje del caso Pegasus, con el Catalangate y el resto, es el que finalmente ha propiciado la presentación de una nueva ley de secretos oficiales, un anteproyecto, sin embargo, que de entrada peca de un notable exceso de prudencia, tal como han denunciado desde Podemos hasta los habituales socios parlamentarios del gobierno Sánchez: desde ERC a Bildu, hasta el PNV –y también Junts–. Tanto podemistas como catalanes y vascos consideran que poner 50 años como cifra mínima para desclasificar documentos de alto secreto está muy lejos de la evolución que han experimentado la mayoría de países europeos. De hecho, el PNV había pedido explícitamente que el límite se situara en los 25 años, es decir, la mitad de lo que ahora propone Sánchez. Con este umbral de medio siglo, quedaríamos muy por detrás del Reino Unido, donde en 2010 se pasó de los 30 a los 20 años, o de Alemania, donde la ley establece 30 años. En Italia la cifra todavía es más baja: de 5 a 15 años. El caso que se aproximaría más a España sería el de Francia, estancada en los 50 años prorrogables.
La ley española actual ya tiene más de 50 años y, por decirlo de alguna manera, tan solo ahora la queremos desclasificar, cambiar. Y, por el que se ve, lo queremos hacer solo a medias. Este miedo cerval a que se sepa la verdad, por ejemplo sobre casos como el terrorismo de estado de los GAL, no hace sino debilitar la democracia y propiciar unas malas praxis a las cuales, desgraciadamente, estamos demasiado acostumbrados. Una ley más exigente y menos complaciente con la opacidad haría que hubiera menos secretos inconfesables y que, por lo tanto, se evitaran excesos, arbitrariedades y corrupciones en el ejercicio del poder. Si los gobernantes saben que, en vida suya, todo se acabará sabiendo, quizás –solo quizás– serán más prudentes a la hora de atribuirse determinadas potestades.
Hay que esperar, pues, que los socios de gobierno y parlamentarios del PSOE usen su fuerza para que en los próximos meses la futura ley de secretos oficiales suponga, por fin, un paso adelante hacia la auténtica democratización. El desenlace de este asunto será muy sintomático del supuesto giro a la izquierda de Sánchez, y de su concepción del poder y del Estado.