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El presidente de Francia, Emmanuel Macron.

Tras una primera fase inevitablemente convulsa en el paso del franquismo a la democracia, la contundente victoria del PSOE en el 82 abrió un período de consolidación en el que el magma más o menos confuso de partidos que habían operado en el tiempo de tráfico evolucionó hacia un bipartidismo convencional de derecha/izquierda con los retoques del nacionalismo prudente de CiU y del PNV o, si se quiere decir más claro, de dos personalidades con ascendente carismático en sus respectivos espacios, como Jordi Pujol y Xabier Arzalluz, en que pocos se atrevían a contestar.

Cuando llegó al poder, Felipe González, obsesionado por que todo ello no se fuera a pique, se preocupó más de consolidar el régimen que de dotar a este país de la libertad y de la cultura democrática que no tenía. Una actitud defensiva que fue cerrando y aislando al PSOE. Luego vino Aznar a demostrar que la derecha volvía sin complejos, completando así el ciclo de las mayorías absolutas. Y paulatinamente el bipartidismo se fue desbordando, la diversidad dejó ser exclusiva de las naciones periféricas (Cataluña y País Vasco). Hoy en día el Parlamento español está en alto grado de fragmentación: nueve grupos parlamentarios. Una tendencia que no es ajena a una Europa en plena mutación.

Durante cierto tiempo esta proliferación de actores parecía querer dar juego a los matices, en regímenes atrapados en la confrontación simple. Del desconcierto de la derecha tradicional han surgido quienes se escondían bajo su capa: grupos de extrema derecha bajo control durante la guerra fría y proyectos con apariencia centrista que creían llegada su hora. Parecía dibujarse un espacio de centralidad que podía hacer la política más amable. Era un espejismo. El fracaso de Ciutadans lo ilustra perfectamente: no eran liberales, eran patriotas de catecismo. El malestar generalizado fruto del paso del capitalismo industrial a las nuevas formas del capitalismo globalizado, está acosando definitivamente a la promesa centrista. Emmanuel Macron es un buen ejemplo: envió a los socialistas franceses a los limos y dejó a la derecha de herencia gaullista fuera de juego, se propuso como gran unificador del país. Y ya está comprando el discurso de Marine Le Pen. Es decir, el fin del bipartidismo parecía marcar una época nueva de democracias de contrapunto. Un espejismo. La lógica del poder es simple: es la dialéctica del amigo y del enemigo. Y la desconfianza la que manda, se trate tanto del adversario natural como del compañero de viaje. Y envuelve que hace fuerte.

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