Cosas que me sorprendieron, evidentemente por culpa de pertenecer a la clase operaria, el día que estuve en casa de Tamara Falcó. Las he recordado a raíz del estreno de su docuserie (maldita palabra) perpetrada en Netlfix por los mismos individuos que se encargaron de producir Soy Georgina, que son una panda que admiro profundamente porque, como yo mismo –que también me admiro por este mismo motivo–, han conseguido vivir de los pijos, aunque sea durante una o dos temporadas, e ir gastando sin contemplaciones hasta que la cosa no dé más de sí. Vivir de los ricos, talmente como los ladrones de Rolex del paseo de Gràcia, no me lo negarán, tiene su mérito y también algo de reparación histórica, tal como me hizo ver el otro día en la Universitat Progressista de Catalunya la periodista Laura Aznar, pilar indiscutible de Elcritic.cat, entre otros pilares, porque diría que la pobre debe de ser autónoma.
Cosas que me sorprendieron, decía, el día que fui a entrevistar a Tamara Falcó, todavía no marquesa, a su casa, que en aquel momento, diría que como ahora, era la de su madre, Isabel Preysler, según ella y como es sabido “una de las mujeres más elegantes de España”, en Puerta de Hierro, Madrid.
Llego en taxi después de recorrer un estrepitoso escalextric rodeado por edificios en construcción y un bosque de grúas tipos torre. Hacemos tantas vueltas que tengo la sensación de que transitamos por un Madrid, hasta entonces, para mí totalmente desconocido, en vías de desarrollo, y no por la capital de una democracia plena bla, bla, bla, bla... La sensación de pérdida es de tal magnitud que llego a pensar que hemos pasado de largo y, como las víctimas de los terroristas que secuestran un avión para estrellarlo, por poco me pongo a grabar mensajes de voz a través del móvil a parientes, amigos y amantes para decirles que ha sido un placer conocerlos, que estoy a punto de morir y que adiós.
De repente, casi como si nos escoláramos–el taxi, el taxista y yo– por la madriguera de un conejo, como Alícia, de la Inglaterra victoriana al País de las Maravillas, el coche gira a la derecha (a la derecha naturalmente) y sube por un camino silencioso, solo adornado por el gorjeo de unos pájaros que parecen solistas dirigidos por Savall, flanqueado de árboles frondosos que refrescan el ambiente. El coche para y el taxista, que tampoco las debía de tener todas, dice en tono de misión cumplida “Es aquí”; pago y me bajo. Creo ver pasar, volando, un colibrí de cuyo pico cae una gotita de néctar. Como la luz del exterior, la del país subdesarrollado del cual provengo, es fluorescente, irritante, y la de esta nueva dimensión paradisíaca es más suave, tengo que adaptar las pupilas, parpadeando, para llegar a acertar el botón del interfono. Me atiende Darth Vader:
–¿Quién es?
–Buenas tardes. Vengo a entrevistar a Tamara Falcó. He quedado con ella.
–¿Con la señorita Tamara?
–Eso, sí, con la señorita Tamara.
–Un momento.
–Gra...
Cuelga. Diría que no pasan más de treinta segundos que a mí, aun así, me parecen seis horas, cuando una puerta metálica oscura y corredera que, a pesar de su inmensidad (parece una obra de Richard Serra) no he visto hasta aquel momento, desliza a ritmo de paso de Semana Santa. “Pase ”, me ordena Darth Vader. Ante mí se abre otro camino, también frondoso y verde y sinuoso, que hago a pie, es decir, cardiovascularmente, y que ellos deben de hacer en coche, puerta a puerta, que es como se mueven los pijos, teletrasportándose, que conduce a un edificio de estilo decepcionante que mezcla una interpretación muy fina del Versalles de Le Brun, la sequía de los pabellones de caza de los Austrias y el Early New England Style, es decir, un pastiche, con porche conquistado incluso por la hiedra, eso sí, pero un pastiche. La envidia, a pesar de todo, me flagela la espalda: cuando acabe la entrevista, pienso, tendré que ir a confesarme.
Un criado con casaca rallada de botones dorados y guantes blancos (¡lo juro!, no es producto de haber mitificado aquel día) me hace pasar, severo, y me dice que lo siga. Empezamos a andar –más cardiovascular– atravesando salones casi idénticos. Cuento, como mínimo, unos cuatro o cinco, llenos de libros (de “tío Miguel y Mario”, sabré después), mesitas auxiliares llenas de ceniceros, ahora de vidrio, después de porcelana, recipientes forrados de cuero rebosantes de cigarrillos rubios, mecheros de los que pesan, sofás y butacas, marcos con fotografías familiares, lámparas de pie, lámparas de cristal, lámparas de mesa, todas encendidas, siempre, por todas partes, a pesar de que no hay nadie en ninguna parte, más marcos con más fotografías y bibelots y pianos y alfombras persas sobre un parquet que, de tan gruesas, solo se intuye.
La casa, contra todo pronóstico, no huele a España (ajo, cebolla, Álvarez Gómez).
Después de atravesar otro salón prácticamente idéntico a los anteriores, y ya van seis, se abre una puerta flanqueada por dos librerías más y aparecemos, ¡magia!, en un pabellón cubierto donde hay una piscina de seis carriles y de, como mínimo, veinticinco metros de longitud. Al fondo, dos conjuntos simétricos de butacas tapizadas con una tela estampada de limones y follaje tropical, sofás que van a juego y mesas bajas de café de una madera pintada de blanco que imita las vetas de la caña de bambú y una televisión inmensa de plasma donde, según me explicará después la propia interesada, ella y Vargas Llosa, por la noche, miran películas clásicas del Far West que a la marquesa, al principio, no le gustaban mucho pero que, gracias al premio Nobel –que claramente le es una buena influencia– ha acabado por apreciar. El criado me ordena que me siente y que me espere: “La señorita ahora baja”, que es una cosa, esto de “subir” y “bajar”, que no todo el mundo se puede permitir en su propia casa. Obedezco, me siento y espero.
Continuará...