Estrés lingüístico

No toda decisión política tiene una repercusión directa en el mundo de la cultura, pero toda manifestación cultural, sea cual sea, acaba adquiriendo una dimensión política. Con esta afirmación no queremos reducir la esfera de la cultura a la de la política, ni al revés. Simplemente subrayamos que se trata de dos ámbitos que no pueden ser escindidos de manera arbitraria. Cuando una determinada institución, sea pública o privada, decide subvencionar o apoyar a una determinada manifestación cultural, no está haciendo gestión: está haciendo política en el sentido primigenio de la palabra. Y no es lo mismo apoyar las exhibiciones de encaje de bolillos que la música barroca, por ejemplo. Ambas manifestaciones culturales son igualmente respetables, pero no culturalmente equiparables, cuanto menos desde una perspectiva política planteada a largo plazo. Elegir una o bien otra, o quizás las dos, implica tomar partido por un determinado modelo cultural que, supuestamente, se ajusta con realismo a una situación concreta. 

Como aquí se trata de ajustar un producto con unas necesidades sociales que se consideran prioritarias, hay decisiones que acaban resultando acertadas y otras que son claramente erróneas. En general, esto solo se puede evaluar a posteriori. En todo caso, se tiene que remarcar que no todo apoyo institucional a una determinada manifestación cultural es, por definición, positivo. Conviene insistir: no es que haya manifestaciones culturales buenas y manifestaciones culturales malas; lo que hay son manifestaciones culturales que en un momento concreto concuerdan razonablemente con una determinada necesidad, y otras que no. La política cultural de una nación sin estado, sin embargo, hace que esta armonización sea en el mejor de los casos compleja, y en el peor directamente imposible. 

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Actualmente, tener transferidas las ambiguas competencias de cultura no quiere decir gran cosa, por la sencilla razón de que aquello que denominamos cultura depende, en realidad, de cosas tan diversas como la posibilidad de influir institucionalmente en las majors del cine norteamericano. Corto y claro: el Poder en mayúscula, el Poder real, es la condición de posibilidad de cualquier política cultural, sea del sesgo que sea. Catalunya no dispone realmente de este poder y, en este sentido, un proyecto ambicioso, integral, resulta un poco ilusorio. Hasta no hace mucho, el problema era matizado –pero de ninguna forma corregido– por un tejido económico importante y por una sociedad civil motivada por una determinada idea de país. En muy poco tiempo, sin embargo, esta base empresarial se ha esfumado, con loables excepciones; por su parte, la sociedad civil catalana parece, en general, un poco fatigada por su desagradecido papel de sustitución de un estado inexistente, cuando menos en el ámbito cultural. Ojo: no hablo de capitulación, pero sí de un cierto cansancio. También de un estrés cada vez más perceptible. 

ERC ha conseguido en el Congreso cuotas e incentivos en la ley audiovisual. Se trata de una promesa política que ha acabado haciéndose efectiva, tal como subrayó hace poco Gabriel Rufián, y esto es sin duda una cosa meritoria. En todo caso, hay que tener en cuenta el matiz decepcionante que ayer introdujo el gobierno español en este asunto. De manera casi simultánea, el Tribunal Supremo ha decretado una desfiguració de la inmersión lingüística que, pese a ignorar –o haciéndolo ver– cuál era y continúa siendo su sentido social, la transforma en otra cosa. Llegamos así a una pregunta más bien inquietante: ¿para qué sirve fijar un determinado porcentaje de cuotas lingüísticas en el ámbito audiovisual si el problema real, el problema de fondo, radica en el uso social del catalán? En caso de querernos narcotitzar con mentiras piadosas podríamos responder que estas cuotas e incentivos vigorizarán el uso social (real) del catalán, pero todos sabemos que no es así. Pueden aumentar, y seguramente aumentarán, el consumo de productos audiovisuales en catalán, pero esto no tiene nada que ver con ningún aumento del uso social (real) del catalán. Insisto en la palabra "real" porque todo esto de "lo puede hablar", "lo entiende", "lo lee", etc. también era aplicable al latín hasta hace históricamente muy poco. Solo es un consuelo estadístico al lado de un hecho simplemente alarmante: el uso –y disculpen la insistencia– real de la lengua catalana se va acercando a la barrera psicológica del 30% de la población. Pocos romances, pues. 

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Retomo lo que he dicho antes: el mínimo que se les puede pedir a las políticas culturales es que tengan claro cuáles son las verdaderas prioridades, e incluso las urgencias, en un momento concreto, no en abstracto, y ahora giran indiscutiblemente entorno al uso social del catalán.