En abril de este año voy escribir aquí sobre un fenómeno social con raíces futbolísticas: más de 4.000 personas congregadas en el Narcís Sala, un domingo a las seis de la tarde, para ver un partido del Sant Andreu. Era una mezcla de espectáculo familiar y explosión de orgullo localista, más auténtico imposible, el orgullo de quienes nunca salen enprime time pero que han encontrado en los históricos colores del equipo de fútbol de su barrio una razón para vivir y para compartir, porque el partido comienza horas antes con rituales en los bares de alrededor, tiene vida propia en la grada de animación y no se termina hasta que la afición y los jugadores se han despedido mutuamente, hayan ganado o hayan perdido.
El ambiente es tan pasional que el fenómeno no ha pasado inadvertido a los cazadores de tendencias, que ya le han ofrecido a los guiris con ganas de emociones locales auténticas y no engordadas con los millones del fútbol profesional, como las que se cuentan del fútbol de divisiones inferiores en Inglaterra.
La emoción y la rivalidad del fútbol existen en Barcelona más allá de la ley del más fuerte de Barça y Espanyol. Ahora es cuestión de que las aficiones del Sant Andreu y Europa no copien lo peor de los clubs de masas y preserven su rivalidad de cualquier violencia, porque estos episodios se sabe cómo empiezan pero no cómo acaban. Y para evitar accidentes también es imprescindible reforzar la seguridad de unas modestas instalaciones como los presupuestos. Los partidos entre Europa y el Sant Andreu deben seguir siendo una fiesta, y no un drama potencial, y todos los implicados deberían esforzarse para que siga siendo así.