La representante israelí de este año, durante su actuación
20/05/2025
Escriptor i professor a la Universitat Ramon Llull
3 min

Para decidir el ganador del Festival de Eurovisión existe un sistema de votación que combina la opinión de un jurado supuestamente "profesional" (?) con el voto virtual del público de cada país participante. En semifinales solo se tienen en cuenta los votos del público, mientras que en la final cada país otorga dos tipos de puntos: el del jurado "profesional" y el de la gente que vota desde su casa. La canción que obtiene la mayor cantidad total de puntos es declarada triunfadora del festival y, en caso de empate, gana la que haya recibido más votos del público. Cada año, sea por una u otra razón, este sistema genera polémicas. En general, están más que justificadas. En sí mismo, el Festival de Eurovisión no es una cuestión política, pero es obvio que se acaba politizando. Ahora mismo también forma parte de las guerras culturales, en la medida en que se ha transformado, aunque sea de manera extraoficial, en un evento abiertamente gay. ¿Cómo afecta todo esto a nuestra percepción de la política?

Tradicionalmente, el prestigio de la política se había basado en la capacidad de articular armónicamente las relaciones entre los distintos miembros y colectivos de la polis. Si eran fluidas y fructíferas, no estaban basadas en la coacción o el engaño y, además, ayudaban a deshacer tensiones entre intereses contrapuestos, la política gozaba de su máximo nivel de prestigio. Era percibida como necesaria –mejorable, evidentemente, pero necesaria–. Internet, y todo lo adherido a esta tecnología, como el más que dudoso sistema de televoto de Eurovisión, puede llegar a erosionar esa percepción. No se trata exactamente de un sentimiento negativo de descrédito, sino más bien de una visión neutra de inutilidad: ¿para qué queremos la política si la base de nuestras relaciones sociales más importantes no reposa en la polis tal y como la entendíamos hasta ahora? La pregunta ya tiene sentido en la actualidad, y podría acabar teniendo mucho más en pocos años. Internet plantea una estructura de relaciones plenamente reticular, basada en formas complejas de reciprocidad, no en la linealidad unidireccional de una jerarquía. La idea de comunidad o de nación, de polis, ya no tiene mucho sentido en el seno de esta nueva estructura: casi todas las relaciones pueden llegar a ser descentralizadas y, en un sentido distinto al actual, privadas. La mediación de la política se haría cada vez más tenue porque, de hecho, la propia noción de polis resultaría cada vez más irreal. La polis habita ahora en la nube, y la nube es una abstracción algorítmica gestionada por la IA.

La principal crítica a la democracia representativa suele referirse... a su carácter poco representativo. Los políticos son elegidos para un período de cuatro o cinco años; a lo largo de este tiempo, la voluntad real de los ciudadanos y las decisiones de los políticos van alejándose. Hasta ahora, esta inevitable asimetría se intentaba corregir a base de prospecciones demoscópicas, pero la auscultación de la opinión pública nunca ha logrado mejorar las deficiencias del sistema. Las redes sociales han creado una cultura pseudodemocrática y pseudoparticipativa que comienza a tener un efecto generacional importante. Tarde o temprano, la generación que ha crecido en el seno de esta nueva realidad acabará preguntándose, no sé si legítimamente o no, cuál es la función del Parlamento y de los parlamentarios, teniendo en cuenta que las decisiones políticas podrían ser establecidas directamente por la totalidad de los ciudadanos con un coste económico muy bajo. ¿Para qué queremos representantes si podemos representarnos nosotros mismos?, dirán algunos. ¿Y para qué necesitamos el foro momificado del Parlamento si disponemos de TikTok o de X?, añadirán otros. ¿Por qué tenemos que votar cada cuatro años si podemos hacerlo varias veces al día? Etcétera. El tándem Trump/Musk entendió este estado de ánimo difuso a la perfección, y lo canalizó hacia sus intereses.

Con o sin televotos, una cuestión como la de la participación de Israel en el Festival de Eurovisión, por ejemplo, habría generado en las circunstancias actuales una fuerte polémica. Aquí estamos planteando una cuestión mucho más delicada: la de sociedades que puedan llegar a considerar la posibilidad de otorgar legitimidad política a la codificación algorítmica de pseudovotos emitidos con un móvil en cualquier momento y sin control real alguno. Esta es la gran fantasía del populismo rupestre que controla las redes sociales, pero también la de la izquierda woke que hace un uso programático de la cultura de la cancelación. En el seno del mundo kitsch y provocadoramente banal de Eurovisión hay indicios que conviene tener muy en cuenta a largo plazo.

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