La fascinación de los totalitarismos

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Geert Wilders / EFE

¿Qué tienen de fascinante las ideologías totalitarias para que hayan resultado y resulten tan seductoras para mucha gente? Y hay una segunda parte de la pregunta aún más inquietante: esta fascinación, ¿tiene más que ver con el emisor, con el discurso de los líderes, partidos o medios que lo formulan, o más bien se apoya en los receptores, en los ciudadanos digamos “normales”?

En el lado de los emisores intelectuales de carácter más filosófico, ¿qué es lo que impulsó a pensadores relevantes, Heidegger, Schmitt, Lukács, Sartre, o incluso en algunos momentos a Benjamin o Foucault, a abrazar ideas y apoyar movimientos totalitarios? O, tal y como lo formulaba el añorado Manolo Vázquez Montalbán refiriéndose a un intelectual de la época, “¿cómo una persona tan inteligente puede llegar a ser tan tonta?” (una formulación que me parece casi insuperable). La actitud de algunos intelectuales de querer convertirse en faros políticos o morales no está a menudo relacionada con los méritos o deméritos de su filosofía –aunque a veces se detectan déficits de conocimientos empíricos, históricos o científicos–, sino con cuestiones más prosaicas (motivos de soberbia personal o de rebeldía frente a un establishment académico anquilosado).

Por otra parte, vemos que los dirigentes políticos de extrema derecha defienden ideas mucho menos elaboradas. Entre otras, destacan una visión solo negativa de las migraciones transnacionales vistas como causa de problemas sociales y laminadoras de identidades nacionales; un antieuropeísmo en defensa de soberanías estatales; un conjunto de simplificaciones populistas del tipo élites-“pueblo” en las que las primeras serían corruptas o extraviadas y el segundo un conjunto homogéneo de individuos indefenso pero movilizable.

Por último, en el lado de los ciudadanos aparecen factores como el rechazo a unos regímenes políticos percibidos como ajenos a sus intereses; la búsqueda de culpables de la precaria situación socioeconómica de determinados sectores (parados, jóvenes, etc.); la autoimagen positiva de participar en un supuesto cambio revolucionario; la defensa de un nacionalismo de carácter iliberal, y la confianza en líderes que apelan a las emociones más que a una racionalidad informada. Las nuevas redes sociales no ayudan, no son precisamente un ejemplo de racionalidad analítica, sino más bien el campamento de una negativa y anónima inmediatez emocional.

Sabemos que pensar bien cuesta, exige energía, tiempo y rigor. Irónicamente, pensar bien les da pereza a la mayoría de sapiens.

Las palabras de Gaziel en una crónica periodística de un mitin de Lerroux (1910) siguen de actualidad: “[...] me parecía extraño que con unos anzuelos tan rudimentarios y sin cebo sustancioso de ningún tipo pudiera haber tanto pez” (Tots els camins duen a Roma. Memòries, vol. II).

En términos democráticos, y sobre todo liberales, resulta preocupante la solidez del apoyo a Trump de millones de ciudadanos estadounidenses, así como el ascenso de partidos de extrema derecha en muchos países europeos desarrollados (Alemania, Francia, Italia, España, Suecia, Finlandia, Países Bajos...) y otros no tan desarrollados (Brasil, Argentina...). Lo veremos en las próximas elecciones europeas.

Catalunya tiene algunos debates democráticos pendientes. Uno de los más importantes es el de la inmigración transnacional. Se trata de un tema de necesidad (mercado de trabajo, bajo índice de fecundidad propio), pero que a su vez presenta derivadas incómodas de concepto, valores y gestión en diversos ámbitos (educativo, lingüístico, cultural, seguridad, vivienda, salud... ). En España, Vox es un partido claramente identificable como de extrema derecha. Sin embargo, ¿es extrema derecha la Aliança Catalana de Ripoll? La extrema derecha hace de la antiinmigración uno de sus postulados básicos, pero el argumento inverso no es necesariamente cierto. Aliança Catalana sigue, efectivamente, los parámetros de la extrema derecha en relación sobre todo con la inmigración de carácter islámico. Habla, por ejemplo, de "reconducir las ayudas y servicios públicos a los ciudadanos de Catalunya y no a los extranjeros". Sin embargo, defender la conveniencia de regular la inmigración, como hacen otras organizaciones, si está exento de racismo hacia determinados colectivos, no permite tachar a un partido como de extrema derecha (puede ser liberal, socialdemócrata, etc. en otros temas: democracia, derechos LGTBI, economía, educación, cultura). La reciente escisión antiinmigración del partido de izquierdas alemán Die Linke no es una anécdota. Calificarla de extrema derecha no tiene mucho sentido.

Ante la complejidad del fenómeno migratorio, palabras como integración o inclusión se revelan muy insuficientes. Integración, inclusión, ¿a qué? Las distintas respuestas están hoy bastante escondidas. Estamos ante un tema que desborda tanto los planteamientos tradicionales de la derecha como los de la izquierda “buenista” que huye de abordar los problemas empíricos o se atrinchera en posiciones meramente moralistas. Es necesario un debate serio, confrontándolo con datos, contexto y con los principales actores implicados.

Por el momento, el siglo XXI no es propicio a las democracias. En este sentido, creo importante releer y repensar buena parte de lo que decían algunos pensadores en los confusos momentos de entreguerras y posguerra cuando defendían los valores y, sobre todo, las instituciones y procedimientos de las democracias liberales. Es el caso de M. Weber, R. Aron, A. Camus, H. Arendt o I. Berlin.

Dos ejemplos: “[...] vemos cómo la inteligencia busca justificaciones al miedo y las encuentra fácilmente, porque cada cobardía tiene su filosofía”. (A. Camus, Escritos libertarios).

“El enemigo del pluralismo es el monismo: la antigua creencia de que existe una armonía única de verdades en la que todo encaja si es genuino. [...] Algunos lo llaman fanatismo, pero el monismo se encuentra en la raíz de todo extremismo” (I. Berlin, Mi camino intelectual).

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