1. Durar. El año 1982 el PSOE llegó al poder con unas expectativas y con un apoyo electoral excepcionales. Se ha escrito mucho estos días sobre esto. Incluso en algunos casos se ha llegado a decir que Felipe González ha sido el político más importante de la España moderna. Es cierto que Felipe González llegó al poder con una autoridad política (los famosos diez millones de votos) y moral (por fin un partido procedente de la tradición republicana al frente del gobierno) sin precedentes. Simbólicamente, su victoria representaba la derrota definitiva de la dictadura. Y no se puede olvidar la coyuntura en la que lo hizo: con la derecha franquista en plena travesía del desierto y con la desbandada general en la UCD, la peculiar constelación de reinos de taifas –pequeños grupos personales y de intereses– que se había formado alrededor del rey Juan Carlos y de Adolfo Suárez.
Era un momento de cambio, con las estructuras políticas del franquismo obsoletas, pero con el aparato militar y represivo del Estado intacto y, por lo tanto, con riesgo permanente de que pasara lo peor. Y, de hecho, el golpe de estado del 23-F levantó acta del peligro, por si alguien dudaba. Leopoldo Calvo Sotelo, el presidente de quien nunca nadie se acuerda, cogió el poder tres días después del asalto al Parlamento y lo traspasó, un año y medio más tarde y con los golpistas juzgados, al PSOE, ganador de las elecciones. Culminaba así la Transición.
Felipe González, pues, llegó a la Moncloa con mucho viento a favor, pero con todas las incertidumbres derivadas de una coyuntura en la que todavía parecía que todo era posible, lo peor y lo mejor. ¿Y qué hizo? Puso la consolidación del poder por delante de las transformaciones necesarias para hacer evolucionar el país y las instituciones y crear los hábitos democráticos que no tenían, es decir, dejó en segundo plano la construcción de una sociedad abierta. Se puede entender. La prioridad era durar: que durara el nuevo régimen y, evidentemente, con el PSOE en el poder. Los riesgos eran elevados en unos aparatos de estado que no habían sido renovados y, por lo tanto, llevaban dentro la herencia del régimen franquista. Prudencia y contención en vez de dar pasos adelante en la reforma democrática. Y así se fue entregando a las fuerzas económicas y sociales hegemónicas en perjuicio de la calidad de la democracia española. Y, de hecho, la agonía del PSOE a partir de 1993 tuvo algo de final de régimen. Los excesos en el uso del aparato de estado –los GAL y la corrupción son los ejemplos canónicos– han quedado como los iconos de aquella bajada, que abrió las puertas a la derecha. Y lo que le costó a Aznar llegar ahí, porque la desconfianza en los que representaban el vínculo con la dictadura era todavía muy grande.
2. Cerrar. El voto del 82 era un capital para dar empujón a la cultura democrática. No se aprovechó, ¿por miedo?, ¿por inseguridad?, ¿por comodidad?, ¿por la pulsión conservadora que lleva inscrita la acción política? Probablemente, un poco de todo. El hecho es que el poder en manos de los socialistas se fue encerrando en sí mismo y la distancia con la ciudadanía se fue ensanchando sin cesar. Evidentemente, con el factor añadido, y no menor, de las exigencias de ortodoxia económica que el PSOE asumió disciplinadamente cuando llegó al gobierno. Pero el déficit de cultura democrática que llevaba de origen el régimen del 78 pedía más. Y las instituciones requerían una adaptación a la nueva sociedad que no siempre se dio. Si no se aprovechan los momentos de cambio, cuesta mucho más hacerlas evolucionar. Y cuando llegó la derecha, Aznar ya se preocupó de apoderarse de todo lo que sus antecesores habían puesto bajo control y cerrarlo un poquito más todavía.
De esas inercias, estas miserias. Tímidamente, algunos presidentes posteriores, como Zapatero y Sánchez, han intentado abrir vías en beneficio de las libertades. Pero la estructura lleva marca de origen: la democracia española es rígida y parasitaria. Si las reformas no se hacen cuando corresponde –con autoridad política y moral para hacerlas–, se paga.