Es machista porque es pobre, ignorante, de clase baja. Tiene otra cultura, otra religión. Es machista porque es de pueblo o de montaña, alcohólico o drogadicto. Porque ha tenido una niñez traumática, es empresario, es de derechas. Hubo un tiempo en el que las mujeres, cuando topábamos con la misoginia, intentábamos entender sus causas. Sin quererlo, en el proceso fuimos cargando a algunos colectivos masculinos con el estigma de ser los únicos capaces de agredirnos y violentarnos. Era más fácil que confrontarnos con la cruda verdad: que lo único que tienen en común los violadores, acosadores y maltratadores es que son hombres. Lo que no significa que todos los hombres sean violadores, acosadores y maltratadores, ni que no haya mujeres que actúan con maldad. Cada una de nosotros se engañó a sí misma de una forma distinta. ¿Qué teníamos que hacer? Queríamos y debíamos relacionarnos con hombres. Hay feministas radicales partidarias del lesbianismo político, pero a algunas nos gustan mucho los hombres y hemos buscado vías para distinguir a los potencialmente peligrosos. Pero detrás de la puerta cerrada, en el dormitorio, en la intimidad, es difícil saber si lo que pasa es lo que tiene que pasar, si lo queremos o no y en caso de no quererlo qué tenemos que hacer. La culpa por la excitación involuntaria y después por no haber dicho que no o no haberlo hecho con suficiente contundencia sirve para silenciar el relato de los hechos. A veces incluso dentro de nuestras propias cabezas. Que la cultura sexual hegemónica elida sistemáticamente el proceso de seducción y conocimiento mutuo no ayuda a afilar la única herramienta que puede guiarnos en este contexto: la intuición. Y la conciencia del propio deseo no es fácil de desarrollar bajo la influencia abrumadora y precoz de representaciones masculinas y masculinizantes. Lo que quiero hacer no es necesariamente lo que deseo hacer, y prueba de ello es que incluso en un espacio de libertad como es el sexo abundan los comportamientos adocenados. La pornografía es aburridísima, repetitiva, carente de imaginación y recursos y los peores amantes son los que intentan imitarla. La violencia machista y degradante que representa sistemáticamente está generando una nueva visión de las mujeres en los hombres que la consumen con enorme impacto en las relaciones íntimas. Lo que no tiene que servir, tampoco, para justificar los comportamientos vejatorios. Si no imitas a los asesinos en serie viendo ficciones policiales, el consumo de porno tampoco puede convertirse en una excusa.
Sí, dormíamos más tranquilas cuando clasificábamos a los hombres en buenos o malos en función de elementos externos, cuando los únicos machistas eran los moros. Incluso yo me lo creí cuando crecía con un padre que imponía obediencia y sometimiento: que fuera de esa casa, de ese barrio, de esa religión y esa cultura los hombres eran de otra pasta, respetaban siempre a las mujeres, las trataban como decía la Constitución: como iguales. Fue una enorme decepción descubrir que los muy cultos y formados, en la cúpula de la pirámide del saber, podían meterte mano exactamente igual que lo hacía un obrero en la fábrica, que un intelectual podía ser un torturador, que un activista reputado, un político de izquierdas, un yogui vegetariano, un amigo... pueden camuflar a un verdadero depredador que no entiende un “no” como respuesta o que aprovecha tus vulnerabilidades para manipularte y que acabes creyendo que el problema eres tú. En el movimiento feminista hace tiempo que circula lo que las veteranas descubrieron hace años, cuando el debate todavía giraba en torno al dilema de la doble militancia: no hay nada que se parezca más a un machista de derechas que un machista de izquierdas. Por mucho que nos pese, no hay nada que nos permita prever quién será un cerdo. Por sus actos los conoceremos, no por sus discursos, aunque sean los más feministas del grupo.