El pasado miércoles, 10 de septiembre, en Europa los ojos estaban puestos en Francia. Después de la expectación que despertó el anuncio de movilizaciones bajo el lema "Bloqueémoslo todo", ¿qué balance se puede hacer? En resumen, podríamos decir que el movimiento no tuvo el éxito que deseaban quienes le convocaron, ya que no logró detener el país: hubo retrasos en el transporte público, pero la masiva y contundente intervención policial impidió que se cortaran grandes ejes, como era la intención de los manifestantes.
Una de las incógnitas era quien participaría, ya que no se sabía a ciencia cierta de dónde había surgido la convocatoria. Según los medios, la mayoría de estos participantes eran jóvenes de afiliación política y procedencia social y cultural diversas; el punto común era la edad, de entre 20 y 25 años. En esto, el movimiento podría conectarse con protestas en países tan diferentes de Francia como las que acontecen actualmente en Nepal, o con las Primaveras Árabes de hace ya una década y media. Yendo más lejos, incluso podría relacionarse con Mayo del 68, protagonizado por los estudiantes universitarios. Casi sesenta años después, la juventud francesa que se manifiesta no está formada sólo por estudiantes, que teóricamente pertenecen a una franja privilegiada de la población, sino también por los jóvenes del otro extremo social, quienes han crecido en la banlieue, el extrarradio de las grandes ciudades, en familias de origen extranjero, y que a menudo –más los chicos que las chicas– son víctimas del fracaso escolar y de la falta de oportunidades laborales. Éste es un ejemplo más de las nefastas consecuencias del modelo colonial.
Pero hay que remarcar también la creciente precariedad de los universitarios. A pesar de la gratuidad de la enseñanza superior, la vida en las ciudades, especialmente en París, donde se encuentran la mayoría de las universidades, es muy cara. Los recortes en las becas hacen que muchos de estos estudiantes ni siquiera puedan alimentarse correctamente. Evidentemente, esto no les afecta sólo a ellos: el 30% de la población en Francia señala que no puede comprar víveres que permitan realizar tres comidas correctas al día. Una reciente encuesta indica que la mitad de los jóvenes están descontentos con su situación económica y que dos tercios de sus progenitores piensan que sus hijos vivirán en peores condiciones que las suyas.
Este pesimismo tan francés –pero que confirman hechos preocupantes como la degradación de los servicios públicos, el bajón de los indicadores económicos del país, la inestabilidad del gobierno y la desconexión de la clase política respecto a la ciudadanía– se combina con la cultura de la protesta cívica, mucho más arraigada en Francia que en nuestro país. Se dice que las chispas que encendieron la protesta "Bloqueémoslo todo" fueron la propuesta del primer ministro que acaba de dimitir, François Bayrou, de eliminar dos fiestas laborales anuales y su negativa a implantar una tasa para las grandes fortunas. Son medidas, de carácter contrario, que tienen un alcance sobre todo simbólico, puesto que, como recordaba Josep Ramoneda hace unos días, el gran problema de fondo es la creciente desigualdad en todos los niveles entre una élite privilegiada y el resto de la ciudadanía.
El malestar de la juventud se traduce, por un lado, en la desafección hacia la política institucional, incluso respecto a los partidos de izquierdas –fracturados, además, por la respuesta a la guerra de Israel contra Palestina, que ha oscilado entre una prudencia farisea, por miedo a atizar el antisemitismo, y la denuncia más; y, por otra, en la buena acogida que tienen los representantes de la extrema derecha entre los más jóvenes. La degradación de la educación pública –muy mayoritaria en Francia– y el antiintelectualismo que gana terreno en el país de la "excepción cultural" hacen que reine una batalla ideológica entre los que aspiran a mantener o adquirir privilegios y los que creen en la justicia social. El problema es que estas dos actitudes ya no se identifican con la derecha y la izquierda tradicionales, y ni siquiera con la extrema derecha, que vende, con éxito, un hipócrita discurso igualitarista que traga con grandes dosis de populismo.
En definitiva, a Francia le cuesta digerir que ya no es una potencia mundial, ni siquiera en el plano cultural, y que se está convirtiendo en un país irrelevante en el mapa mundial. El problema es que este diagnóstico se puede aplicar, en diversos grados de progresión, a cada uno de los países europeos ya la Unión Europea en su conjunto. Parafraseando el célebre poema de Salvador Espriu, ya no podemos reflejarnos norte allá, donde la gente ya no es "limpia y noble, culta, rica, libre, desvelada y feliz", sino "pobre, sucia, triste y desdichada", como en los países de un poco más al sur. Por eso, no se trata de que Francia ya no sea un ejemplo en el que otros países como el nuestro puedan reflejarse, sino que quizá sea precisamente un reflejo de lo que está pasando en toda Europa.