En el último Barómetro de Barcelona, del pasado mes de julio, la vivienda aparecía como la segunda preocupación de los barceloneses, sólo por detrás de la inseguridad y justo por delante del turismo. No es casualidad: de hecho, son tres fenómenos interrelacionados, y el tercero, el turismo, es en gran parte causante del encarecimiento abusivo del mercado inmobiliario y del aumento de la delincuencia en las calles. Al menos, el turismo hipertrofiado que se ha extendido por todo el Mediterráneo, y del que Cataluña (con Barcelona al frente) y Baleares se han convertido, tristemente, en líderes. Es un turismo nocivo tanto en su versión barata y de masas como en su lujosa modalidad, porque en cualquier caso entra en conflicto directo con el bienestar de los residentes: unos les disputan el espacio público, los lugares de ocio y los espacios naturales; otros imponen precios y dinámicas de mercado que acaban haciendo inviable, para los ciudadanos, el proyecto de comprar, o simplemente alquilar, un piso o cualquier otra vivienda.
En una ciudad en esta situación, celebrar una “feria de la inversión inmobiliaria”, se puede entender un poco demasiado fácilmente como una celebración de la especulación inmobiliaria, y por tanto como una provocación a los ciudadanos que sufren sus consecuencias. Se opondrá a lo que acabo de decir el argumento, habitual entre sectores conservadores, según el cual “llegaremos a no poder hacer nada”, en referencia a las protestas contra eventos como la Copa América o la feria The District, por mencionar los dos que están en marcha ahora mismo en la capital de los Països Catalans. No es cierto: se pueden celebrar eventos sobre vivienda en Barcelona, de hecho es necesario urgentemente que se celebren. Lo que no tiene sentido es que el evento consista en una feria pomposamente titulada en inglés, como si fuera una serie de alguna plataforma de estríming, que dé la bienvenida a los fondos buitre y otros agentes de la especulación globalizada, que compran y venden terrenos e inmuebles de una punta a otra del planeta sin visitarlos, con la misma frialdad y la misma adrenalina postiza con la que se entretendrían a matar marcianitos en un juego.
Si, sin embargo, se opta por llevar adelante una feria como The District (la fiesta mayor del legado de las tres alcaldías consecutivas de Joan Clos, Jordi Hereu y Xavier Trias), al menos debe darse por seguro que habrá una contestación ciudadana que se hará oír y notar. Enviar a Brimo a disolver, el primer día, la manifestación a palos, con el único argumento de que el año pasado los manifestantes ensuciaron con pintura algún vestido de algunos de los ejecutivos que asisten a la feria, ya va un paso más allá de la provocación y debe considerarse un fracaso. Un fracaso democrático, ciertamente, y también el fracaso definitivo de una forma de entender el crecimiento económico -burbuja inmobiliaria, burbuja turística- que hace tiempo que ha entrado en decadencia, pero se resiste a admitirlo. Más que nada, porque quiere terminar de retorcer el cuello de la gallina, a ver si aún saca algún huevo más.