¿Por qué Gaza nos polariza?

Hace apenas un mes, el conflicto entre Armenia y Azerbaiyán por el enclave del Alto Karabaj puso en peligro la integridad física de 120.000 personas, muchas de las cuales tuvieron que abandonar su lugar de residencia. Los armenios son cristianos y la población de Azerbaiyán, en cambio, es mayoritariamente musulmana. Hablan lenguas distintas. Se han enfrentado militarmente en otras ocasiones. Etcétera. Hace unas semanas hubo voces, tanto a nivel particular como institucional, que se manifestaban a favor de unos u otros; pero en ningún caso se produjo una polarización visceral como la que ahora existe sobre la enésima versión del conflicto árabe-israelí. Cito el caso de Armenia y Azerbaiyán porque ocurrió hace cuatro días y porque se trata de dos territorios relativamente pequeños, no porque sea representativo de nada. Dada la diferencia de dimensiones y otras circunstancias, la comparación con el conflicto de Ucrania y Rusia, por ejemplo, no tendría mucho sentido. La pregunta es, y subrayo el adjetivo, ¿por qué cualquier alusión al enfrentamiento entre palestinos e israelíes genera por sistema una polarización visceral? No lo sé, pero tengo unas cuantas hipótesis más o menos plausibles que, de hecho, se complementan.

Primera. El conflicto árabe-israelí salta a la primera página de los periódicos por cualquier cosa. Ahora se trata de un hecho gravísimo, pero a veces estamos hablando de empujones a la salida de la mezquita de Al Aqsa y cosas por el estilo. La cobertura suele ser desproporcionada y alimenta debates que en otros conflictos no se producen simplemente. Todo periodista tiene una carpeta llena de información sobre este asunto, pero quizás no sobre Transnistria o las disputadísimas islas Spratly. Aunque pueda parecer algo secundario, esto lo cambia todo a la hora de activar un debate en los medios (las redes obedecen a otra lógica).

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Segunda. Tanto los israelíes como los palestinos son pocos, pero tienen el apoyo de personas, instituciones y países muy influyentes. Hablamos de Estados Unidos o de las monarquías del golfo Pérsico, entre otros. En cambio, no creo que ningún multimillonario de los grandes, de los que salen en la revista Forbes, haya nacido en Sudán del Sur y promueva a escala internacional una causa u otra. Al menos indirectamente, esta cuestión tampoco es irrelevante a la hora de amplificar un debate público y elevar su tono dialéctico.

Tercera. Cualquier persona con una cultura general medianita ha oído hablar, al menos, de la historia del cautiverio judío en Babilonia o en Egipto, o de las vicisitudes de la ocupación romana que llevaron a la diáspora hebrea, etc. No hace falta ni haber leído la Biblia: los péplums de los años cincuenta bastan para saber que la zona ahora en disputa es conflictiva desde hace milenios. Esta familiaridad ilusoria con los orígenes remotísimos del conflicto ha hecho mucho daño. El desconocimiento sobre sus recientes orígenes –la creación del Estado de Israel– hace el resto. En los últimos días he oído cosas que muestran una ignorancia ruborizadora, preocupante, sobre ese hecho. Uno de los mejores libros que he leído sobre la cuestión, por cierto, es de mi admirado amigo Joan B. Culla: Israel, el somni i la tragèdia.

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Cuarta. ¿El conflicto árabe-israelí nos interpela en relación a nuestra identidad como occidentales? Quizás no debería ser así, pero a menudo acaba pasando. Ser occidentales implica determinadas adscripciones. Implica un elegir. Sin embargo, esto no es sencillo en la medida en que transitemos un territorio lleno de matices, de grises. Pero en un tema como este todo es vehemencia y visceralidad. Los matices resultan impensables. En la mayoría de conflictos ajenos, en cambio, la equidistancia suele ser la norma. Si este conflicto no lo consideramos tan ajeno como el de las islas Spratly es justamente porque lo asumimos como propio por la razón que acabo de exponer: nos invita a repensar quiénes, o qué, somos.

Quinta. Para las personas de una determinada edad, el conflicto árabe-israelí forma parte de referentes bastante conocidos: la fundación del Estado de Israel coincide más o menos con los inicios de la Guerra Fría, y muestra algunas de sus contradicciones más golosas. Por ejemplo, la única experiencia verdaderamente exitosa de socialismo real es la de los kibutz. Mucha gente asentiría ahora con vehemencia, y otros, en cambio, negarían la premisa incluso con más vehemencia.

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Demasiada vehemencia y visceralidad, me parece. Si llegar a perfilar una conversación mínimamente centrada es difícil, imaginar un acuerdo parece imposible. Esto complica cualquier salida razonable.