Una torre eléctrica de alta tensión en la frontera entre Portugal (Lindoso) y España (Cartel), el 28 de abril.
Artista, filóloga e investigadora en 'performance studies'
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El tubo de pájaros es el habitual de estos días de primavera, hace sol y no sopla tramontana. De repente, siento a mi compañero subiendo las escaleras muy deprisa. Abre la puerta del estudio y me dice, agobiado: "No te has enterado de nada, ¿verdad? Se ha ido la luz a todas partes". En nuestro pueblo de una calle, la actividad no había cambiado demasiado. Las golondrinas chirriaban, yo trabajaba en el escritorio, Pedro estaba en el huerto. Todo el mundo estaba tranquilo. En cambio, mi compañero, que venía de Banyoles, donde todo el mundo iba lleno, y que había escuchado la radio de vuelta a casa con el coche, llevaba el apocalipsis en la mente. Ciberataque, caos, incertidumbre.

Los imaginarios apocalípticos son milenarios, pero es a partir del Romanticismo que se vuelven omnipresentes en nuestro sistema cultural. En el siglo XVIII empezaron a aparecer obras filosóficas y artísticas relacionadas con una idea que está en el hueso de nuestro terror apocalíptico: lo sublime. Aunque hoy en día utilizamos el adjetivo sublime como sinónimo deexcelso, lo sublime es un concepto que ha sido clave en la historia del arte y de las ideas. En el uso nominalizado, "lo sublime" hace referencia a las sensaciones de miedo y maravilla que nos imponen la feroz o la inmensidad desmedida de los elementos naturales (por citar sólo algunos ejemplos: la alta montaña, el océano o una tormenta). En definitiva, lo sublime es la sensación protagonista de las escenas que nos recuerdan, de forma muy explícita, nuestra pequeñez, nuestra extrema fragilidad.

La idea de lo sublime ya aparece en Homer y en la Biblia –¿hay algún ejemplo de sublime apocalíptico más paradigmático que el Juicio Final?– Y aunque pueda parecer un concepto desfasado, los escenarios que se derivan siguen muy vivos en la sociedad contemporánea. Como lo sublime hace referencia a un encuentro con todo lo que sobrepasa nuestra capacidad cognitiva, también es adecuado para explicar nuestras impresiones ante los paisajes de la tecnosfera. Para la mayoría de habitantes del Norte Global, nuestro sublime de cada día no es "natural", es el resultado del entramado de cables, satélites y chips que nos permite comprimir el espacio-tiempo. Pero una desconexión como la del lunes evidencia que la energía invisible –incomprensible– que hace funcionar toda esa estructura que hemos creado en poco más de un siglo se nos ha vuelto indispensable. Si falla de forma sistémica, puede provocar un estado de caos similar al de una catástrofe natural.

En verano de 1816, Lord Byron escribió Darkness, un poema de ochenta y dos versos que hasta los años noventa se había entendido como una mera ficción apocalíptica, pero que estaba completamente anclado a la realidad de lo que ahora se conoce como "el año sin verano". En 1815 hubo una erupción volcánica en Indonesia, que había matado a decenas de miles de personas, había oscurecido el cielo durante meses y alterado el clima del planeta, con consecuencias devastadoras para la agricultura. Ante la oscuridad y la incertidumbre, tal y como ocurrió por unos momentos este pasado lunes, la idea del apocalipsis se apoderó de todos. Sin embargo, entonces las predicciones imaginativas se cumplieron. El hambre que provocó la quiebra de las cosechas se sumaba a los estragos que habían causado las guerras napoleónicas. Byron transformó el sentimiento de los europeos de aquel momento en unos versos cruísimos (traducción inédita de Enric Casasses): "La guerra, que no estaba hacía un tiempo, / lo inundó todo, y se compraba la comida / haciendo correr sangre, y se hartaba a solas / malcarado y con disgusto: / de amor, ni rastro; tormento / del hambre ocupaba todos los vientres".

Si el apocalipsis tiene tanta presencia en nuestros imaginarios es porque, inevitablemente, nos atrae. Por eso hemos creado incontables producciones culturales basadas en escenarios catastróficos y de colapso. En el fondo, sabemos que la paz, el orden y el equilibrio no suelen ser duraderos, ni en la esfera natural ni en la social. Y como hace tiempo que vamos medio esquivando "la gran catástrofe", tenemos la sensación de que el descalabro generalizado debe llegar en cualquier instante. Motivos para sufrir (y cosas para arreglar) no nos faltan: la crisis ecológica, la inestabilidad geopolítica, los líderes megalómanos, el auge de ideologías extremas, el aumento radical de poder tecnológico. Nuestra estructura social es cada vez más compleja, lo que hace que los escenarios apocalípticos posibles sean cada vez más diversos.

Falsa alarma, sin embargo. De momento, el apocalipsis sigue siendo, sobre todo, una idea. Un artefacto cultural.

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