La gran literatura rusa se sirve fría

Ahora mismo, en algún lugar de Rusia, un genio escribe una hilarante novela satírica sobre Vladimir Putin. Estoy seguro. Por desgracia, tardaremos unos cuantos años, o décadas, en descubrir esa obra maestra. Siempre que tengamos suerte y no sea Putin quien la descubra antes, en cuyo caso el escritor caerá accidentalmente desde un décimo piso y la cosa quedará en nada.

Resulta evidente que la gran literatura rusa suele, a causa de las sucesivas tiranías, servirse fría.

Existen pocos asuntos tan truculentos como la historia de las letras rusas en el siglo XX. Boris Pasternak escribió El doctor Zhivago entre 1945 y 1955, y solo consiguió publicar la novela (en Italia y en 1957) gracias al corresponsal italiano de Radio Moscú, Sergio d'Angelo, y al editor Giacomo Feltrinelli, que se llevaron el manuscrito de forma clandestina. Cuando le concedieron el Nobel, en 1958, Pasternak tuvo que rechazarlo por presiones del partido: en Rusia siempre ha habido pisos altos desde los que caer accidentalmente. Feltrinelli, ya puestos en detalles, acabó fundando en 1970 el Grupo de Acción Partisana y murió en 1972, cuando le estalló en las manos el explosivo que colocaba en una línea de alta tensión cercana a Milán.

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Y qué me dicen de El maestro y Margarita. Mijail Bulgákov la escribió entre 1928 y 1940, pero murió antes de terminarla. Su esposa la concluyó como pudo. Se publicó en Rusia en dos partes (1966 y 1967), parcialmente reescrita por un censor y expurgada de los pasajes supuestamente antisoviéticos (una de cada diez páginas, que en los años siguientes circularon como samizdat manuscritos); el texto más o menos canónico solo pudo llegar a las librerías en 1989, gracias a la caída de la Unión Soviética. Llegó a la mesa frío, frío.

Y frías llegan las obras de Serguei Dovlátov, lo mejor que puede encontrarse ahora en las librerías. No exagero. Les hago un breve resumen de su biografía. Dovlátov nació en 1941 en Baskiria, también llamada Baskortostán, una república soviética donde su familia, de Leningrado, había sido desplazada por la invasión alemana. Estudió finlandés. Hizo tres años de mili como guardián en un campo de concentración de alta seguridad. Trabajó como periodista y guía turístico y como escritor impublicable; en lo esencial, ejerció como represaliado crónico. En 1976 fue expulsado de la Unión de Periodistas Soviéticos. En 1979 logró emigrar a Estados Unidos, donde la revista The New Yorker compró varios de sus cuentos. Murió en 1990: el corazón le falló tras un coma etílico.

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Poco a poco sus libros fueron publicándose y leyéndose. Poco a poco el difunto Dovlátov fue asombrando a los lectores con su prosa seca y exacta. ¿Recuerdan cómo contaba los chistes Eugenio? Así, grave y empapado en vodka, Dovlátov perpetraba unos textos a veces irónicos, a veces sarcásticos, siempre divertidísimos, en los que lo destripaba todo, incluyéndose a sí mismo. Era un tipo capaz de narrar las torturas que sufrió en la URSS como si recitara la lista de ingredientes de unos piroshkis.

Les parecerá que carcajearse a estas alturas del “sistema cultural” soviético queda un poco demodé, pero les desafío a que lean la primera parte de Oficio sin que se les escape la risa. Los temas que aborda Dovlátov quedan un poco antiguos: lo absurdo y opresivo de la URSS, la vida bohemia y desastrada de los “jóvenes escritores progresistas” en el Moscú de hace 50 años, la tragicomedia de huir a Occidente con una sola maleta, los intríngulis de la prensa rusa en Nueva York (si les gustó Ninotchka, de Ernst Lubitsch, gozarán locamente con la peña de exiliados rusos que confeccionaba el diario The New American, literariamente camuflado como El Espejo), los Estados Unidos de Ronald Reagan y el desorden vital del propio Dovlátov en sus últimos años.

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Qué le vamos a hacer. Como hemos dicho, la mejor literatura rusa nunca nos llega recién hecha. El poeta Joseph Brodsky, premio Nobel de Literatura en 1987, amigo de Dovlátov y exiliado en Estados Unidos como él, dijo de nuestro hombre que era “el único escritor ruso cuyas obras se leerán siempre”. Quizá tuviera razón.

Ahora ya se puede hacer burla del sistema soviético. Vladimir Sorokin ha publicado en Rusia obras bastante tremendas (en una de ellas Iósif Stalin y Nikita Jruschev mantienen escarceos sexuales) y, aunque los secuaces de Putin han montado hogueras con sus libros, de momento sigue vivo.

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Habrá que esperar bastante para leer a ese genio desconocido que, ahora mismo, escribe oculto la sátira definitiva sobre el tirano Vladimir Putin.