Guerra caliente hoy. ¿Guerra fría para siempre?
Que fácil que es engancharse a Twitter y a la televisión por satélite e indignarse y desconcertarse ante la tragedia humana que se despliega en Ucrania: los valerosos resistentes haciendo frente milagrosamente a los agresores rusos; un demócrata, Zelenski, contra Putin, un dictador criminal y loco; las riadas de refugiados atravesando las fronteras; las pilas de cadáveres y las ciudades destruidas. Por fin está en camino la ayuda para los ucranianos asediados, una ayuda procedente de un Occidente que poco a poco se está adaptando a una Rusia que ya no se puede tratar como antes. Aun así, ¿este arsenal de armas que les han prometido les será aún de alguna utilidad a las fuerzas ucranianas cuando llegue?
La guerra ha empezado. Rusia ha cometido un error garrafal en esta primera ronda de la invasión, pero ahora empieza una segunda ronda y solo podemos hacer especulaciones sobre la tercera. A pesar de reunir un ejército invasor enorme, Moscú hasta ahora no ha querido enviar todos sus efectivos a Ucrania. Pero ¿y si esto estuviera a punto de cambiar y Rusia intensificara la violencia? Ya ha recurrido a las brutales brigadas chechenas. ¿Y si hace lo mismo con los mercenarios del Grupo Wagner y el ejército bielorruso para romper la resistencia ucraniana?
Por ahora nadie tiene claro, y menos aún los mismos rusos, qué esperan sacar. ¿Su objetivo es apoderarse de todo Ucrania o solo de una parte? ¿Y qué pretenden hacer una vez la tengan en su poder? Mientras tanto, ¿el gobierno ucraniano evitará su decapitación y continuará luchando aunque caiga Kíev? ¿La frontera con los países de la OTAN se mantendrá abierta y los suministros militares continuarán entrando? Si Rusia intenta cortar los suministros, ¿esto se traducirá en un enfrentamiento militar con la OTAN?
Tenemos la esperanza de que los dirigentes rusos se den cuenta de la inutilidad de sus acciones, se paren y den media vuelta. Por desgracia, la esperanza es una mala consejera. Si la guerra convencional se transforma en una larga y sangrienta guerra de guerrillas, habrá decenas de miles de muertos. Lo que quede del ejército de Ucrania, cada vez más debilitado, continuará luchando, pero será sobre todo la resistencia popular la que mantendrá viva el combate.
Cuando las bajas rusas empiecen a crecer sin cesar; cuando las fuerzas de la OTAN se agrupen en las fronteras y se intensifique el aislamiento diplomático y físico respecto a Occidente; cuando las sanciones económicas empiecen a pasar factura y haya cada vez más oposición dentro del país, ¿caerá Putin en la desesperación? Ya se han esgrimido amenazas nucleares. Sería iluso pensar que los altos mandos militares rusos podrían desobedecer las órdenes de hacer un uso limitado del armamento nuclear, sobre todo en maniobras de demostración, quizás en el mar o en la misma Ucrania. Ahora bien, cualquier acto que implicara un riesgo serio de represalias nucleares probablemente llevaría a un golpe de estado en Moscú.
A pesar de las amenazas, la perspectiva de ataques con armamento nuclear es todavía prematura. El avance militar ruso ha perdido contundencia temporalmente, pero los ucranianos no dan señales de pasar a la ofensiva. El territorio capturado no se recuperará pronto. Occidente ha trazado una línea más allá de la cual no permitirá los vuelos, ni ofrecerá ninguna defensa aérea. Desde el punto de vista diplomático y económico, Rusia ha sufrido un fuerte revés, pero conserva el firme apoyo de China. Los gobiernos de India y Brasil también le apoyan, todavía, al menos de momento. Para erosionar la coalición contraria a Rusia, los propagandistas y tontos útiles de la extrema derecha y la extrema izquierda continúan propagando afirmaciones absurdas: que Ucrania está desarrollando armas nucleares, que los neonazis ucranianos cometen genocidio y que la OTAN es un bloque militar agresivo que amenaza a Rusia. Si estas mentiras circulan y se hacen lo bastante grandes, quizás todavía conseguirán influir en la opinión pública occidental.
Lo que estamos presenciando no estaba previsto. Supera los límites de nuestra comprensión. Estábamos seguros de que Putin sería sensato y no libraría una guerra temeraria basada en delirios conspiradores. Seguros de que la amenaza de sanciones lo disuadiría de seguir adelante. Cuando asistimos a los horrores que vemos desplegarse en el móvil e intentamos entender, desde el plano psicológico, el significado de la nueva realidad, nos resulta muy fácil dejarnos seducir por la idea de que todo esto es una pesadilla y que pronto recuperaremos la normalidad. La paz se impondrá de nuevo, enterrarán a los muertos, los refugiados volverán, las ciudades de Ucrania se reconstruirán y todo será otra vez normal, y mientras tanto nosotros nos centraremos en recuperarnos de la pandemia del covid y nuestros gobiernos dedicarán sus esfuerzos al cambio climático, el crecimiento de China y los innumerables retos que afrontan nuestras sociedades.
Pero, por muy atractivo que nos resulte, es imposible negar la nueva realidad estratégica y hacer como que no existe, o que las cosas ya no pueden empeorar. Después de la agresión del 2014, la UE respondió con unas modestas sanciones económicas y la OTAN empezó a centrarse en una defensa limitada de su flanco oriental. En cuanto al resto, la actividad económica continuó como antes. Pero una semana después de esta última agresión, mucho más mortífera, se ha producido una situación absolutamente diferente. No hay duda de que, durante los próximos meses y años, Occidente reforzará a gran escala sus defensas, que incluirán concentraciones militares más numerosas estacionadas permanentemente cerca de las fronteras de Rusia, Bielorrusia y Ucrania. El reciente cambio en la política alemana sobre el gasto en materia de defensa es el primer paso de esta transformación. Si Finlandia se incorporara a la OTAN, la Alianza compartiría una frontera todavía más larga con Rusia.
Las repercusiones a años vista de esta crisis evolucionan más deprisa que nuestra capacidad de entenderlas. Ahora Rusia está literalmente aislada de Occidente. El choque de la agresión de Moscú ha dado el impulso necesario para aprobar medidas políticas antes impensables, pero para revertirlas hará falta un choque todavía más grande.
A pesar de que quizás es prematuro, los responsables políticos tienen que pensar qué hará falta para normalizar las relaciones con Rusia. ¿Solo sería aceptable la destitución de Putin, la restauración de la soberanía ucraniana y el pago de las indemnizaciones? ¿Rusia podrá salirse con la suya sin una grave sanción por su agresión? ¿Qué haría falta para que Occidente ya no se sintiera amenazado por la perspectiva de la agresión rusa y volviera a colaborar? A pesar de que ahora es más necesario que nunca avanzar en el control del armamento nuclear y convencional, la escasa confianza que había antes de la invasión se ha evaporado del todo. Si no se puede confiar en los dirigentes rusos, ¿cómo se puede restablecer una relación de cooperación de algún tipo?
Las respuestas a estas preguntas tan difíciles tienen que constituir el fundamento de las políticas occidentales, no podemos aplazarlas hasta más adelante. Es inevitable que, si no hay unas políticas claramente definidas, surjan fisuras, se erosione la unidad occidental contra las acciones de Moscú, la oposición rusa se hunda y la crisis de seguridad se mantenga indefinidamente.