Los pacifistas de toda la vida, que de jóvenes ya fuimos objetores de conciencia en el servicio militar y que votamos no a la OTAN, lo tenemos mal en estos tiempos que corren. Como recordaba hace unos días Ferran Sáez, somos los nietos o bisnietos de los “inocentes útiles” a los que Stalin manipuló y que ahora le sirven a Putin. Quizás sí. O quizás no. Me explico: a estas alturas de la historia, ya estamos curados de espantos y quien más quien menos es consciente de los cinismos ideológicos que tiñen la alta política o, si queréis, el pragmatismo de las razones de Estado o de guerra. Putin no engaña a nadie: es un autócrata nacionalista que finalmente se ha dejado llevar por la pulsión bélica. El ataque en Ucrania es intolerable, se tiene que parar. Ayudar a Kiev, como están haciendo las democracias occidentales, es una exigencia estratégica (incluso ética) ineludible. Hace años escuché explicar al capuchino Jordi Llimona que ante un ataque existe el derecho a defenderse. La violencia, en defensa propia, está justificada. Hay poca discusión.
Otra cosa es creerse y caer en la retórica belicista, sentirse cómodo en la dialéctica de la guerra. Un mundo en guerra es, y perdonad la expresión, un mundo de mierda. Nadie, a priori, lo querría para sus hijos. “No os peleéis, hablad”. Así es como los hemos educado siempre y como deseamos que se hagan mayores. En lugar de peleas, razones. Pero, si de adultos se encuentran con misiles volando por los aires y destruyendo vidas y ciudades, ya me diréis. Ahora estamos en este punto. En Madrid hemos acordado y celebrado el rearme de Europa. Países históricamente pacifistas como Suecia y Finlandia entrarán en la OTAN porque tienen miedo del enemigo ruso. La industria armamentística mundial (incluida la española) se frota las manos. Y los pacifistas que con penas y trabajos, y lentitud exasperante, habían conseguido consolidar un discurso transversal contra las armas nucleares, se han quedado solos y silenciados en su conferencia de Viena. España no ha osado ir ni como país observador, no sea que se ofendiera el amigo americano.
Acabada la Segunda Guerra Mundial, Einstein se arrepintió de haber instado por carta al presidente norteamericano Roosevelt a impulsar la fabricación de la bomba atómica. Durante la Guerra Fría, él y el filósofo y matemático inglés Bertrand Russell se implicaron a fondo en los movimientos pacifistas. ¿Estaban al servicio de la URSS? Yo diría que sabían perfectamente al juego que jugaban: el suyo era un posicionamiento ético radical. Claro que veían los peligros geopolíticos, pero también veían el mal mayor de un mundo bajo la amenaza nuclear y la ley de la violencia.
El historiador israelí Yuval Noah Harari lo tiene claro, cree que la humanidad tiene que hacer frente a tres principales espadas de Damocles: la climática, la nuclear y el descontrol tecnológico (bioingienería e inteligencia artificial). En un mundo en guerra con armamento nuclear sobre el tablero de ajedrez es muy ingenuo pensar que todo el mundo se comportará responsablemente. Llegará un momento en el que alguien, acorralado, considerará que tiene el deber de pulsar el botón y que los otros no se atreverán a responderle con la misma moneda. Y, si lo hacen, pues moriremos matando.
Con todo esto quiero decir que hay que seguir luchando para que el discurso pacifista penetre en las mentalidades. Y ahora mismo estamos retrocediendo a pasos gigantescos. La contradicción es patente: no podemos dejar a Ucrania sola (igual como siempre hemos lamentado que las democracias dejaran sola a la República española durante la Guerra Civil), pero tampoco podemos permitirnos un mundo regido por la dinámica belicista. Por muy pesadas que sean, la diplomacia, el multilateralismo y la gobernanza de las instituciones globales son la ruta que hay que seguir para dirimir las diferencias y los intereses de pueblos y estados. Putin ha desgarrado las cartas y le tiene que quedar claro que esta no es la salida. El camino es la negociación, el comercio, el diálogo. La paz.