"The West no longer exists". Occidente ya no existe, nos decía Pankaj Mishra el lunes 21 de septiembre, en una conferencia en el Palau Macaya. Sin pelos en la lengua, en el corazón de la vieja Europa, el pensador indio y autor deEl mundo después de Gaza. Una breve historia (Galaxia Gutenberg, 2025) nos decía mirándonos a los ojos lo que nosotros no somos capaces de decirnos. Era una hipérbole que buscaba la provocación, pero hace falta prestar atención a los argumentos dados.
Proveniente de la zona geopolítica llamada a liderar una nueva idea del mundo –Asia de las nuevas fuerzas emergentes, con China e India coliderando con un necesario entendimiento con Rusia–, su afirmación reconocía el papel clave de Occidente como pacificador en la segunda parte del siglo XX. Pero aquella idea ilustrada, que salvó al mundo de la barbarie de las grandes guerras, se agota por autoinmolación, destruyendo los valores que precisamente forjaron a Occidente como locomotora del mundo tras el mal producido en la Segunda Guerra Mundial: la idea de democracia, una sociedad secular, el estado de derecho y, en los mejores de los casos.
Hemos pasado de vivir rodeados de los bárbaros a los que domesticábamos a producir la peor expresión de la monstruosidad –tanto la retórica, con líderes políticos que son una vergüenza para el espíritu ilustrado que encarnaban figuras como Franklin D. Roosevelt o Paul-- inédita a lo largo de los 80 años de historia de Naciones Unidas–. Con una crueldad inédita, la acción deshumanizadora de Israel sobre una población mayoritariamente inocente es, según Mishra, la última expresión de la superioridad blanca que ataca con la ferocidad de quien tiene plena conciencia del mal. Es el resultado de una mentalidad o bien psicopática o bien agonizante, no queda claro, pero viene avalada implícitamente por una Alemania bajo la culpa por el pecado original del holocausto nazi y por el apoyo explícito del hermano mayor y pincho, Estados Unidos, que practica a su vez otras formas de salvajismo aislacionista expulsando y políticos.
¿Qué le ocurre a Occidente, que ha pasado en 80 años de garantizar un estado soberano a un pueblo perseguido como el judío a ser partícipe del mal que hoy Israel inflige a sus vecinos? ¿Son los últimos ladridos de una bestia moribunda que sólo morirá matando?
Hay un mundo simbólico que, si no agoniza, al menos ya no luce. Las imágenes de los últimos días de los líderes políticos en la sede neoyorquina de Naciones Unidas –majestuosa y vetusta a la vez; gigantesca y al mismo tiempo incapaz de influir– han ampliado en nosotros el sentido de vergüenza ajena. Como era de esperar, por un lado, por la actitud insultante de líderes que desprecian al viejo Occidente y la propia institución convocante, pero, por otro, por una "casa de todos los pueblos" que algún día fue el faro del mundo y que hoy cuesta sentir nuestra, con una inoperante grandilocuencia donde ni las escaleras mecánicas funcionan.
Como dice Mishra, la destrucción de un pueblo entero en el corazón del Mediterráneo –Gaza– por parte de un actor político creado por Occidente es una destrucción en tiempo real de los 80 años de historia de la Carta de los Derechos Humanos, una carta ilustrada que hoy parece más bien una carta. Los valores que garantizaba Occidente se han desvelado insostenibles. La democracia no es una conquista permanente ni la secularidad ha sido una garantía de progreso sin retorno. La ley es hoy el umbral favorito para la fantasía autoritaria que nunca desapareció del todo en la conciencia de un blog que previamente había protagonizado múltiples imperios. El estado del bienestar, que empezaba con la seguridad social y terminaba con la puerta abierta a los recién llegados, es el objeto de los ataques más feroces (y garantía de éxito electoral) de la derecha extrema tanto en Europa como en los dos grandes pilares de la tradición democrática: Inglaterra y Estados Unidos.
No es que no se pueda garantizar esa idea indiscutible hace décadas –el progreso de la humanidad–. Es que la pulsión reaccionaria que inunda el Primer Mundo pone de relieve el sentido circular de la historia, que tiene infinidad de caminos pero no el de la línea recta. La brecha en Occidente es evidente, como han demostrado Netanyahu con su actitud frontista y Trump con sus palabras en la sede de un edificio que sus homólogos hace 80 años –Roosevelt y el mecenas Rockefeller– ofrecieron al mundo con la voluntad de comandar moralmente la nueva era de la razón humanista, que arrancaba bélica.
También lo recuerda el lúcido Mishra cuando habla de la "americanización de la causa judía", que, hoy podemos afirmar, es también sionista. El mundo se mueve y el gran blog que algún día convinimos en llamar Occidente es hoy un rosario de identidades discordantes. Quizá sea hora de creer en asociaciones de otro alcance, más cercanas y que no nos hagan sentir incómodos en la diferencia. En un mundo virtual como el actual, las fronteras geográficas ya no son las únicas ni las más divisorias. Lo que sí podemos evitar es seguir haciéndonos este harakiri colectivo en aras de una razón que ya no compartimos con todos los miembros.