Historia de una hamburguesa

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Una franquicia de McDonald's en Mallorca.

Salen sonriendo, los tres, con el abrigo en la mano, porque el mánager les ha dicho que en Barcelona haría frío, hoy, que subían las temperaturas. Han estado trabajando toda la mañana, en el propio hotel, El Mandarín, donde se alojan, y ahora, esta tarde, pueden hacer lo que quieran. La mayoría acuden al concierto de Dua Lipa, en el Palau Sant Jordi. Ellos no tienen ganas. Irán al Parc Güell y quizás visitarán una coctelería, en el barrio antiguo, que se ve que sale como primera del mundo en la guía de los 50 Best.

“Please, por favor, un texi?”, le llaman al botones de la puerta. Él, sonriendo, hace un gesto con la mano y enseguida un coche amarillo y negro –los taxis de esta ciudad son así– se les acerca. Uno de los tres hombres le alarga, discretamente, un billete de cincuenta. Él traga saliva e inclina la cabeza. Son los congresistas de McDonald's, que celebran la reunión –el congreso, vaya– en Barcelona. Suben al coche y se marchan, paseo de Gràcia abajo. En dirección contraria a ellos, una mendiga empuja un carro de ir a comprar lleno de trastos.

El botones mueve la cabeza, una vez se han ido, y hace una señal –una mirada intensa– al recepcionista de dentro del hotel. Ya se entienden. Quiere decir que le han dejado una buenísima propina, que compartirán entre todos. Va por entrar, pero cambia de idea, porque la puerta giratoria se mueve de nuevo. Más empleados de McDonald's –se les conoce por la pegatina que llevan colgada del cuello– salen a esparcir la niebla.“Texi, pliegue?”, le pide el uno. “Perrdone cabaliero, ¿parra ir a Segreida Femeglia?”, hace el otro. Todos ellos le alargan billetes.

La mendiga se detiene y se sienta en el suelo con todos los patracoles. De una bolsa de cartón, con una M ondulada, de color amarillo sobre fondo rojo, saca una hamburguesa. Quejala con fruición. Se lame el labio, rojo de ketchup. El botones sabe que debería echarla. Pero se le acerca. "Tiene", hace. Y le da el billete de cincuenta euros. “Eh!”, grita la mendiga, temiendo que sea una broma que acabe mal. “Te los mereces más que nadie –dice el botones–. Es tuyo ese dinero. Eres tú quien pagas la fiesta”.

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