El año pasado, el 20 de noviembre terminaba así mi artículo sobre los derechos digitales de la infancia: "El problema de la infancia y la adolescencia actuales no es la tecnología sino un mundo adulto deshumanizado, que quiere controlar su acceso a la tecnología para no resolver la complicada cuestión de cómo se educa en una vida llena de tecnología". Vuelvo al tema con la depresión inevitable de comprobar que nada ha cambiado y que, más bien, todos los esfuerzos se concentran en conseguir más control. Siempre igual de fácil: que esperen a ser mayores y no entren en contacto con un aparato, una sustancia, una actividad, una realidad. Ahora, incluso, con movimientos como el de las escuelas out, desconectadas, que tienen la aspiración de que en la escuela todo vuelva a ser papel.
Para escribir hoy sobre los derechos digitales de la infancia y la adolescencia debería empezar por reivindicar el derecho a estar rodeados de personas adultas sensatas, que aparcan la alarma, que no buscan protegerlos sino hacer posible que tengan infancia y adolescencia y se conviertan en personas y ciudadanos con capacidad de vivir y convivir en el complejo universo digital en el que vivirán siempre. Adultos que, de vez en cuando, se pregunten, por ejemplo, qué es lo que nos hace personas, humanos, ciudadanos, conviviendo a caballo entre la realidad física y la virtual.
Considerar la infancia significa garantizar los estímulos, experiencias, relaciones, aprendizajes que la hacen posible (físicas y virtuales). Es curioso cómo, desde diferentes entornos profesionales (recientemente, por ejemplo, el Colegio de Médicos), se reclaman protocolos para detectar las “enfermedades digitales” de la infancia y no se escribe ni una línea para exigir horas de madres y padres que puedan estar a su lado para imaginar vidas juntos (en papel y en pantalla), que no se reclame horas de tutoría para acompañar descubrimientos digitales, aprender a navegar y así poder saber.
Continuamos con el mito de la maduración: todavía no. Siempre estamos en el todo o nada. Todo por no tener que pensar cuál es su mundo y qué actividades digitales –lo que hacemos en el universo digital– encajan o no con lo que conforma en cada momento la infancia actual. Un ejemplo: un avance en la maduración infantil consiste en descubrirse como sujeto distinto de su madre y en descubrir otras infancias. Cuando irrumpe el digital, nuestra pregunta debería ser cómo procesa (siente, imagina, piensa) esos adultos y esos iguales que están en otro universo ya los que llega también atravesando pantallas que le rodean.
Olvidamos que para llegar a hacer es necesario aprender a hacer, que las competencias se construyen y ejercitan. La inmersión total, autónoma y libre en el universo digital (en la parte de ese universo a la que se ha vetado la entrada) al llegar a una determinada edad, los convierte en sujetos descubridores de mundos que no saben gestionar, todos a la vez y de repente.
La batalla de los móviles, desencajada, deja demasiado huérfanos. Chicos y chicas que no utilizan el móvil pero no aprenden a pensar, a descubrir la falsedad. Sin saber navegar, naufragan. Aprender se convierte en aburridamente escolar. No queremos que construyan la parte de su identidad que inevitablemente es y será digital y compartida pero les dejamos en manos del mercado, que les impone su modelo de felicidad. Imaginemos que los problemas son de salud mental o de adicciones, y muchos padres no consideran que sea ningún problema que defiendan dogmas o se conviertan en sujetos de pensamiento ultraconservador. Pueden sentir, por ejemplo, que no son nada sin el móvil o que no existe felicidad si no está conectada. Pero la ayuda debe estar al servicio de ayudarles a no tener vidas dependientes, a tener otras vidas que no pasen por lo digital. La preocupación debería ser por la cantidad de vida que sólo llenan con el móvil. No hay que olvidar que, a menudo, su mundo físico es más aburrido que el virtual, tienen vidas llenas de agujeros de afectos, sentimientos, explicaciones, relaciones. La vida en el móvil es un problema si tan sólo se tiene vida en el móvil. Y el gran problema es tener sólo móvil.
No. No es necesario el móvil (es un artefacto más) si, en un universo inevitablemente digital, todo esto y más se puede hacer en alguna de las múltiples pantallas que les rodean. En ninguna parte está escrito que el paraíso de la infancia deba ser analógico. Sí está escrito y demostrado que para tener infancia es necesario poder imaginar paraísos, propios y compartidos, poder descubrirlos sin que los adultos impongan el suyo, no tener que hacer los descubrimientos en soledad.
Termino. El mundo digital, como el físico, sólo educa si es un mundo compartido, construido en comunidad, y el problema número uno del móvil adolescente es que sea un aparato individual de uso egocéntrico.