Donald Trump no acudió a la toma de posesión de Joe Biden en el 2021, y él y su esposa Melania ni siquiera recibieron a los Biden en la Casa Blanca ni compartieron la limusina presidencial para ir a la colina del Congreso. Hacía 150 años que un presidente saliente no asistía a la inauguración del mandato de su sucesor. Pero el próximo 20 de enero, Biden estará en la tribuna del Capitolio para ver en primera fila cómo Trump vuelve a levantar la mano derecha y jura el cargo de presidente de Estados Unidos.
Entonces, a los demócratas ya les habrá pasado el estado de choque en el que viven desde la madrugada del miércoles, cuando el mapa del país se fue llenando de rojo de costa a costa, ante sus incrédulas narices. Pensemos un momento: Trump envió a la gente a asaltar el Capitolio en el 2021 y en enero del 2025 volverá solemnemente, investido con la autoridad que le confiere el voto de más de 72 millones de americanos, y saldrá mientras sonará el Hail to the Chief y las veintiuna salvas de ordenanza. Se acaba de hacer realidad lo que Trump dijo de sí mismo, que podría disparar a la gente en la Quinta Avenida y la gente le votaría igual. Pareció una fanfarronada de las suyas, de esas que repugnan a cualquier persona con dos dedos de frente, y aquí lo tenemos, volviendo por la puerta grande. Cuando se dice que a Trump hay que tomárselo en serio, es por cosas como esta.
Biden y Harris han prometido a Trump que colaborarán con su equipo para realizar una transición gubernamental rápida y una transferencia de poderes pacífica. Washington rodeó la Casa Blanca y el Observatorio Naval, la residencia de la vicepresidenta, con doble valla y barreras New Jersey. Los negocios taparon las ventanas con grandes placas de madera. Tenían miedo a un chasquido. Pero el huracán que terminó viniendo fue de otra naturaleza.