Insumisos de mascarilla

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Una mujer comprando una mascarilla  en una farmacia.

Además de los estragos que causó en la salud y las vidas, la pandemia de coronavirus dejó un legado social confuso, espeso y pesado, con disfunciones de diferentes tipos que, todavía hoy, se utilizan a menudo como salidas justificativas a realidades que no nos gustan (sobre todo vinculadas con la juventud: los resultados del informe PISA, por ejemplo). Dentro de esta maraña postpandémica, brilla con luz propia lo que podríamos denominar la rebeldía sanitaria: es decir, declararse insumisos (los ciudadanos individualmente, o grupos, o instituciones) a las recomendaciones, o las obligaciones, que se derivan de una alarma de salud pública. Ya no hace falta que se trate de una pandemia: ahora levantan su absurda bandera cuando se producen los habituales picos invernales de infecciones respiratorias. Como cada año por este tiempo, la gripe, el cóvido y otros virus y seres mutantes hacen su aparición y esto comporta efectos indeseables: en particular, riesgos para la salud de las personas y saturación de la sanidad pública. Para atenuarlos, se recomienda el uso de las mascarillas de protección en los establecimientos sanitarios. Inmediatamente, se levantan las voces de quienes se niegan, y entonces se dictan medidas de obligatoriedad (como ha hecho, este mismo martes, la Generalitat). mínimo— de dos tipos: los que se niegan a la mascarilla por determinación personal y los que lo hacen por cálculo político o partidista. Entre estos últimos, debemos contar las comunidades autónomas gobernadas por el PP (con o sin Vox como socio), que ya han dejado clara su negativa a recomendar ni obligar el uso de mascarilla, porque en el PP todavía suspiran que alguno virus se acabe llevando por delante (junto a las vidas de un número indeterminado de ciudadanos, pero eso son imponderables) la presidencia de su odiado Pedro Sánchez. El paradigma de esta forma de rebeldía sanitaria es Ayuso, que convirtió a Madrid en el paraíso de la libertad de tomar cañas en las terrazas mientras el mundo civilizado se confinaba o restringía los movimientos de la población. Conviene recordar que Ayuso hizo construir un hospital fantasma, el Zendal, que costó 170 millones de euros, que su hermano se enriqueció haciendo transacciones irregulares con material sanitario (mascarillas, justamente) y que las cifras de muertes por cóvido en la Comunidad de Madrid fueron escalofriantes, con episodios especialmente tétricos como el de las residencias de ancianos. También hay que recordar (al PP nunca se les olvida) que, después de todo esto, Ayuso revalidó su gobierno con mayoría absoluta. activistas por la libertad que nunca habían hecho nada por la causa, pero que se iluminan (y se ponen solemnes) cuando se niegan a ponerse una inyección, oa ponerla a sus hijos. Serían estrictamente cómicos si su actitud no fuera, también, una expresión insuperable de desprecio hacia los demás, y sobre todo, un atentado contra la salud pública y contra la inteligencia.-_BK_COD_

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