Irán y la guerra contra las mujeres
Dos años después de la muerte de Mahsa Amini a manos de la policía de la moral iraní por llevar el velo mal ajustado, el régimen de los ayatolás aguanta, aunque esté carcomido y lo desafíen en la calle y en las redes sociales. Las aspiraciones de libertad siguen bien presentes, pero también el ecosistema de vigilancia que espía, persigue y reprime cualquier intento de protesta o de expresión mínimamente crítica.
El poder ha logrado contener el efecto contagio de las manifestaciones pero ha perdido a una parte importante de los jóvenes del país. La sociedad se rasga como la familia protagonista de Las semillas de la higuera sagrada, la película del cineasta Mohamed Rasoulof, ahora en el exilio, que retrata el choque entre un padre conservador, funcionario del régimen y miembro del engranaje represivo del poder, y sus dos hijas tras la muerte de Amini en plena explosión del movimiento Mujeres, Vida, Libertad.
Amnistía Internacional ha denunciado la impunidad sistemática sobre las graves violaciones de los derechos humanos y los crímenes de derecho internacional que han cometido las autoridades iraníes desde el estallido las protestas en septiembre del 2022. Las fuerzas de seguridad del régimen dispararon pistolas y rifles de asalto, lanzaron gases lacrimógenos y golpearon a los manifestantes con porras, arrestaron a decenas de miles de personas y cientos murieron a causa de una represión desproporcionada e impune. En 2023, el país registró la mayor cifra de ejecuciones por pena de muerte en casi una década, y los casos de violencia sexual como arma utilizada por las fuerzas de seguridad se ha multiplicado.
Pero la resistencia continúa. Sin cifras oficiales ni reconocimiento público, las imágenes de mujeres que se retratan sin pañuelo están cada vez más presentes en las redes. El gobierno de Masoud Pezeshkian ha salido con un mensaje conciliador estas últimas horas que no hace más que reforzar la idea del desacoplamiento cada vez más evidente que existe entre el régimen y una parte muy importante de la sociedad. Los aparatos de represión del estado siguen intactos.
Dos años después de la muerte de Mahsa Amini y tres años después del regreso de los talibanes al poder en Afganistán, un apartheid de género sigue marcando la vida de millones de mujeres.
Las esperanzas de las mujeres afganas han quedado enterradas bajo un alud de restricciones draconianas que buscan silenciarlas y someterlas: bajo un estricto código de vestimenta; sin poder salir de casa si no van acompañadas por un hombre de parentesco cercano, como el padre, el hermano o el marido; excluidas de la educación y del mundo laboral; segregadas en los transportes públicos. Condenadas a la humillación de la invisibilidad. Sin poder ser vistas ni escuchadas.
En el libro El Islam sin velo, que Nazanín Amirian y Martha Zein escribieron en el 2009, reflexionan sobre cómo las sociedades han convertido la vestimenta en un instrumento para fijar tabúes y estructuras de dominio. Como si los tejidos tuvieran su propia misión moral –dicen las autoras–, ese “velo climático” asexuado que, en su origen, debía proteger de las inclemencias de las altas temperaturas ha acabado convertido en un símbolo. Pero, en manos de regímenes opresores, como el iraní o el afgano, su imposición es un instrumento más de coacción y control.
Sin embargo, la guerra contra las mujeres nunca se tiene en cuenta en los escenarios de confrontación geopolítica. Basta con ver la profunda división que existe en las Naciones Unidas sobre qué hacer con los talibanes. Estados Unidos hace tiempo que se plantea que, tanto por su seguridad como por su influencia regional, quizá haya llegado la hora de consolidar los vínculos con el régimen islamista de Kabul. Del capítulo de la retirada caótica y vergonzosa de las tropas internacionales en Kabul, en el verano del 2021, se ha pasado al regreso de una diplomacia entre bambalinas que ha retomado un diálogo intermitente con el régimen talibán. Bajo el epígrafe de la seguridad se entierran demasiadas veces los esfuerzos por desafiar décadas de opresión y discriminación por razón de género. Amnistía Internacional denunciaba a mediados de agosto, coincidiendo con el tercer aniversario del retorno de los talibanes al poder, la "inacción internacional" y la absoluta impunidad que han marcado estos tres años de violaciones de derechos humanos.
La obsesión por desvincular la defensa de los derechos humanos de los intereses (geo)políticos desnuda las contradicciones permanentes de la política exterior norteamericana, europea y de los propios países árabes, como demuestra la reintegración simbólica de la Siria de Bashar al- Asad en una impotente Liga Árabe en 2023, por iniciativa de Arabia Saudí, o que haya países de la Unión Europea que hayan declarado Siria un “país seguro” para poder devolver a inmigrantes.